It was a foregone conclusion that Bukele came to power intending to stay. The mechanism was the least of it once the State’s institutional framework had been dismantled. Perhaps the most novel element is the haste to consummate his ambition, which came barely into the second year of his second term—perhaps out of fear that attrition would further erode his legitimacy. Astonishingly, within hours, the legislature reshaped the structure of the State, bypassing standard procedure, without internal debate and without consultation. Even before the first vote, the ruling bloc had in hand the notice of its publication in the Official Gazette, which enabled immediate ratification. Perhaps most telling about this political heist are the arguments advanced by the ruling bloc.
Aligning the electoral calendar so that the presidential election coincides with those for lawmakers and mayors, thereby avoiding a permanent campaign dynamic, does not justify introducing indefinite reelection. To plead reduced electoral spending is cynical, when profligacy and corruption leave the ruling bloc untroubled. Invoking legal certainty is hypocritical, for it clashes with the dictatorship’s arbitrariness. Citing political stability is reckless, because Bukele’s staying on offers no guarantee whatsoever.
The ruling bloc argued that its reforms freed the people from obsolete laws such as the one that prohibited presidential reelection. The same faction that pleads legal certainty and political stability also contends, without blushing, that each generation must forge its own laws. Servility clouds judgment.
In the same vein, the ruling bloc triumphantly proclaimed that indefinite reelection handed power to the people. In reality, it handed over no power; on the contrary, it concentrated it further. It does not even dare to consider a popular referendum to gauge public sentiment. It lacks the courage to ask and listen. It fears the people’s demands and grievances. If the lawmakers who claim to represent the people do not trouble themselves to receive their petitions, they will be all the less inclined to grant them authority to decide whether an official remains in office. That prerogative is reserved for Bukele.
The people have never held power, nor do they hold it now. In fact, they were passive and voiceless subjects of the constitutional reform. The ruling bloc gratuitously and abusively assumed that, given Bukele’s popularity, they want him to remain until he deigns to step aside. It bestowed no power on the people, but on the Bukele family, which now enjoys total power indefinitely.
Even while professing indifference to being called a dictator, Bukele defended his indefinite reelection with arguments as reckless and grotesque as the folly they aimed to justify. He conflated the parliamentary and presidential systems to rationalize his continuity in power. The difference is no mere technicality. In the former, the head of state or prime minister is chosen by a parliament composed of different political forces, which moreover exercises close oversight of public administration—something Bukele would not abide. In a presidential system, the head of the executive and the lawmakers are elected for fixed terms in two direct, independent elections. It is also worth noting that El Salvador’s system has always vested very broad powers in the president.
This is not a confrontation between rich and poor countries, as Bukele alleges. Nor is it about national sovereignty. It is about seizing the nation and turning it into private family property. The allusion to a constitutional monarchy is demagoguery, because he would not occupy a regulated, ceremonial throne. Ultimately, whatever the ruling bloc may say, its reasoning is irrelevant in the face of a decision already made. Even so, it is noteworthy that it felt compelled to rationalize the irrational—an effort marred by ignorance, malice, and falsehood.
Not even the security plea holds firm. The chief argument for the dictatorship—popular approval derived from the eradication of the gangs—was rendered moot by the drop in the homicide rate. The state of exception no longer has any reason to exist, unless the Bukele family is so deeply implicated in acts at odds with the law that relinquishing the impunity attached to total power would be tantamount to suicide, and if the group’s avenues for enrichment have not yet been exhausted.
The decision comes at a price. The international community treats the family head as a cruel dictator. Washington is the exception. That distinction is no cause for pride. In its day, it said Somoza was a son of a b…, but he was its son of a b…. Now it refuses to compare Bukele’s “legitimate” dictatorship with the other dictatorships it repudiates as “illegitimate.” Thus it failed to find “credible” reports of “significant” human rights violations. The difference between legitimate and illegitimate is determined by compliance with or disobedience to its dictates. This criterion does indeed compromise national sovereignty, for it surrenders it to an imperial power.
Rodolfo Cardenal, director of the Monseñor Romero Center.
UCA: https://noticias.uca.edu.sv/articulos/razones-de-la-sinrazon
Razones de la sinrazón
Era sabido que Bukele llegó al poder para quedarse. El mecanismo era lo de menos una vez desarticulada la institucionalidad del Estado. Tal vez lo más novedoso sea la prisa para consumar su ambición, que llegó recién comenzado el segundo año del segundo mandato; quizás por temor a que el desgaste erosionara aún más su legitimidad. Sorpresivamente, en horas, la legislatura reformó la estructura del Estado con dispensa de trámite, sin debate interno y sin consulta. Aun antes de la primera votación, el oficialismo tenía en su poder la notificación de su publicación en el Diario Oficial, lo cual facilitó la ratificación inmediata. Quizás lo más interesante del latrocinio sean los argumentos aducidos por el oficialismo.
El ajuste del calendario electoral para que la elección presidencial coincida con la de diputados y alcaldes, y así evitar la dinámica electoral permanente, no justifica la introducción de la reelección indefinida. Alegar la reducción del gasto electoral es cínico, cuando el despilfarro y la corrupción tienen sin cuidado al oficialismo. Invocar la seguridad jurídica es hipócrita, porque está reñida con la arbitrariedad de la dictadura. Aducir la estabilidad política es temerario, porque la permanencia de Bukele no ofrece ninguna garantía.
El oficialismo adujo que sus reformas liberaban al pueblo de leyes obsoletas como la que prohibía la reelección presidencial. El mismo que alega la seguridad jurídica y la estabilidad política argumenta también, sin sonrojarse, que cada generación debe darse sus propias leyes. El servilismo obnubila el entendimiento.
En esa misma línea, el oficialismo celebró triunfante haber entregado el poder al pueblo con la reelección indefinida. En realidad, no le entregó ningún poder; al contrario, lo concentró más. Ni siquiera se atreve a contemplar la consulta popular para conocer su sentir. No tiene valor para preguntarle y escucharlo. Teme sus peticiones y reclamos. Si los legisladores, que dicen representarlo, no se molestan en recibir sus peticiones, menos le darán autoridad para decidir sobre la permanencia de un funcionario en el cargo. Esa potestad está reservada a Bukele.
El pueblo nunca ha tenido poder ni lo tiene en la actualidad. De hecho, fue sujeto pasivo y mudo de la reforma constitucional. El oficialismo asumió gratuita y abusivamente que, dada la popularidad de Bukele, desea que este siga hasta que tenga a bien apartarse. Al pueblo no le entregó ningún poder, sino a la familia Bukele, que ahora goza indefinidamente del poder total.
Aun cuando dice no importarle que lo llamen dictador, Bukele defendió su reelección indefinida con argumentos tan imprudentes y grotescos como el despropósito que intentó justificar. Identificó al régimen parlamentario con el presidencial para razonar su continuidad en el poder. La diferencia no es un simple tecnicismo. En el primero, el jefe del Estado o el primer ministro es elegido por un parlamento, integrado por fuerzas políticas diferentes, el cual, además, controla de cerca la gestión pública, algo que Bukele no soportaría. En el régimen presidencial, el jefe del poder ejecutivo y los legisladores son elegidos por un periodo determinado de tiempo, en dos elecciones directas e independientes. Cabe señalar, además, que el régimen salvadoreño desde siempre otorgó poderes muy amplios al presidente.
Aquí no se trata de un enfrentamiento de los países ricos con los pobres, tal como alega Bukele. Ni de la soberanía nacional. Sino de adueñarse de la nación para convertirla en propiedad familiar. La alusión a la monarquía constitucional es demagogia, porque no ocuparía un trono regulado y protocolario. En definitiva, diga lo que diga el oficialismo, sus razonamientos son irrelevantes ante una decisión ya tomada. De todas maneras, es interesante que se haya sentido obligado a razonar la sinrazón. Un esfuerzo que adolece de ignorancia, malicia y falsedad.
Ni siquiera el alegato de la seguridad es sólido. El argumento principal a favor de la dictadura, la popularidad, derivada de la erradicación de las pandillas, quedó invalidado con la reducción de la tasa de homicidios. El régimen de excepción ya no tiene razón de ser, excepto si la familia Bukele está tan comprometida en actos reñidos con la legalidad que renunciar a la impunidad asociada al poder total equivaldría a un suicidio, y si las posibilidades de enriquecimiento del grupo todavía no están agotadas.
La decisión tiene un precio. La comunidad internacional trata al cabeza de la familia como un dictador cruel. Washington es la excepción. La distinción no es motivo de orgullo. En su momento, dijo que Somoza era un hijo de p…, pero era su hijo de p… Ahora rechaza comparar la dictadura “legítima” de Bukele con las otras dictaduras que repudia por “ilegítimas”. Es así como no encontró informes “creíbles” de violaciones “significativas” de los derechos humanos. La diferencia entre legítimo e ilegítimo viene dada por el acatamiento o la desobediencia a sus dictados. Este criterio sí compromete la soberanía nacional, pues la entrega a un poder imperial.
Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.
UCA: https://noticias.uca.edu.sv/articulos/razones-de-la-sinrazon