The Salvadoran parliament approved by an overwhelming majority—fifty-seven votes in favor and only three against—the constitutional reform that enables indefinite reelection, eliminates the runoff, extends the presidential term from five to six years, and moves the next elections from 2029 to 2027. In this manner, the ruling party Nuevas Ideas (NI) fulfilled the script laid out by President Nayib Bukele, thereby allowing him to perpetuate his hold on power with virtually no checks and balances.
Faced with an avalanche of criticism and the inevitable comparisons to Hugo Chávez and other Bolivarian leaders, such as Evo Morales or Rafael Correa, Bukele swiftly came to the defense of the constitutional reform. As was to be expected, he appealed to nationalism, the defense of national sovereignty, and victimhood. His peculiar interpretation holds that indefinite reelection exists in 90% of developed countries and no one bats an eye. However, if a small country like his tries to follow the same model, then the outcry over “the end of democracy” becomes deafening. Even if El Salvador were to become a parliamentary monarchy, like the United Kingdom, Spain, or Denmark, the condemnations would remain similar.
Bukele maintains that the underlying problem is that a poor country is not allowed to be sovereign. Or, to put it plainly, when it rains, it pours. It would seem the Salvadoran leader’s subconscious betrayed him, given his fondness for symbolism, dressing in uniform (with a sash), and incorporating a cape into his wardrobe. However, had he, instead of aspiring to become a monarch—even a constitutional one—pushed to transform the presidential system into a parliamentary one, everything could have been different. But in that case, he would only be head of government and not head of state—his ultimate aspiration.
The United States government, which considers him one of its main and closest allies in Latin America, also came to his defense. For Donald Trump, he is a “great president,” while for Marco Rubio, a staunch supporter of his security policy, the bilateral relationship bolsters the U.S. administration’s deportation policy. A State Department spokesperson rejected comparisons between Bukele and other Latin American dictators, since El Salvador has a “democratically elected” parliament and it is up to its citizens “to decide how their country should be governed.”
Initially, the Venezuelan, Bolivian, and Ecuadorian parliaments that promoted constitutional reforms to enable the reelection of their presidents had also been democratically elected. Nonetheless, such measures facilitated a gradual erosion toward the dismantling of institutional safeguards (the checks and balances) designed to prevent authoritarian backsliding. In no case were these reforms—even those promoted by non-Bolivarian leaders who also sought reelection, such as Carlos Menem, Fernando Henrique Cardoso, Óscar Arias, or Álvaro Uribe—intended to strengthen their countries’ democracies, but rather to consolidate presidential power.
Had it been otherwise, had reelection been viewed as a mechanism that confers greater legitimacy on the system and facilitates governability, the reform would have been applied starting from the term after its approval, with the mandatory self-exclusion of its proponent. But that has not been the case. The rules of the game were changed mid-match to benefit the referee, and the playing field was tilted, as in El Salvador, in favor of the government. In some cases (Costa Rica, Nicaragua, or Bolivia), it was even argued that barring reelection violated the human rights of the incumbent president—a claim ultimately dismissed by the Inter-American Court of Human Rights.
Bukele’s popular support is unquestionable. His policy against the maras enjoys immense popularity, granting him broad latitude for action and enabling him to dominate the political agenda decisively. However, this should not become a blank check to operate without restraint, systematically violate human rights, stifle civil society, and disregard the rights of minorities—the latter being the essence of the democratic game. Beyond the justificatory arguments, all signs indicate that the path he has embarked upon can only end in a dictatorship.
El Periódico de España: https://www.epe.es/es/actualidad/20250808/bukele-reeleccion-indefinida-120444373
Bukele y su reelección indefinida
El parlamento salvadoreño aprobó por apabullante mayoría, cincuenta y siete votos a favor y solo tres en contra, la reforma constitucional que habilita la reelección indefinida, elimina la segunda vuelta, aumenta la duración del mandato presidencial de cinco a seis años y adelanta las próximas elecciones de 2029 a 2027. De este modo el partido oficialista Nuevas Ideas (NI) cumplió el guion establecido por el presidente Nayib Bukele, y así poder perpetuarse en el poder prácticamente sin contrapeso alguno.
Ante la avalancha de críticas formuladas y las forzosas comparaciones con Hugo Chávez y otros dirigentes bolivarianos, como Evo Morales o Rafael Correa, Bukele salió raudo en defensa de la reforma constitucional. Como no podía ser de otro modo, apeló al nacionalismo, a la defensa de la soberanía nacional y al victimismo. Su peculiar interpretación sostiene que en el 90% de los países desarrollados existe la reelección indefinida y que nadie se inmuta por ello. Sin embargo, si en un país pequeño como el suyo se intenta seguir el mismo modelo, entonces el clamor por “el fin de la democracia” se hace atronador. Incluso, si El Salvador se convirtiera en una monarquía parlamentaria, como el Reino Unido, España o Dinamarca, las descalificaciones seguirían siendo semejantes.
Sostiene Bukele que el problema de fondo es que a un país pobre no se lo deja ser soberano. O dicho en román paladino que a perro flaco todo son pulgas. Parecería que el inconsciente traicionó al mandatario salvadoreño, tan dado a los simbolismos, a vestir de uniforme (y banda) e incorporar la capa a su vestuario. Sin embargo, si en vez de querer convertirse en un monarca, aunque fuera constitucional, hubiera impulsado la transformación del sistema presidencialista en otro parlamentario, todo podría haber sido diferente. Pero en ese caso solo para ser jefe de Gobierno y no jefe de Estado, su máxima aspiración.
El gobierno de Estados Unidos, que lo considera uno de sus principales y más estrechos aliados en América Latina, también salió en su defensa. Para Donald Trump estamos frente a un “gran presidente”, mientras que, para Marco Rubio, firme sostén de su política de seguridad, la relación bilateral refuerza la política de deportaciones de la Administración. Un portavoz del Departamento de Estado rechazó comparar a Bukele con otros dictadores latinoamericanos, ya que El Salvador cuenta con un Parlamento “elegido democráticamente” y es a sus ciudadanos a quienes “les corresponde decidir cómo debe gobernarse su país”.
Inicialmente los Parlamentos venezolano, boliviano o ecuatoriano que impulsaron reformas constitucionales para habilitar la reelección de sus presidentes también habían sido elegidos democráticamente. Pese a ello, este tipo de medidas permitió el lento declive hacia la eliminación de las garantías institucionales (los pesos y contrapesos) que intentan evitar derivas autoritarias. En ningún caso estas reformas, incluso aquellas impulsadas por mandatarios no bolivarianos que también aspiraban a la reelección, como Carlos Menem, Fernando Henrique Cardoso, Óscar Arias o Álvaro Uribe, fueron hechas para fortalecer la democracia de sus países, sino para reforzar el poder presidencial.
Si hubiera sido de otro modo, si la reelección hubiera sido vista como un mecanismo que aporta más legitimidad al sistema y facilita su gobernabilidad, la reforma se hubiera aplicado a partir del siguiente mandato en que fue aprobada y con la obligada autoexclusión de quien lo impulsaba. Pero no ha sido así. Las reglas de juego se cambiaban a mitad del partido en beneficio del árbitro y el terreno de juego se inclinaba, como en El Salvador, en favor del gobierno. En algunos casos, incluso (Costa Rica, Nicaragua o Bolivia), se llegó a argumentar que la no reelección vulneraba los derechos humanos del presidente en ejercicio, un extremo finalmente desestimado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
El respaldo popular de Bukele es incuestionable. Su política contra las maras goza de gran popularidad, lo que le da un amplio margen de acción y le permite marcar la agenda política de manera clara. Sin embargo, esto no debería convertirse en un cheque en blanco para actuar sin cortapisas, vulnerar de forma sistemática los derechos humanos, ahogar a la sociedad civil y no respetar los derechos de las minorías, esta última esencia del juego democrático. Más allá de los argumentos justificativos, todo indica que el camino que ha comenzado a recorrer solo puede finalizar en una dictadura.
El Periódico de España: https://www.epe.es/es/actualidad/20250808/bukele-reeleccion-indefinida-120444373