The Salvadoran regime, adroitly orchestrated by Nayib Bukele since 2019, further tightened its grip on Thursday, July 31.
With the Legislative Assembly—firmly in the grip of the president’s party, Nuevas Ideas—voting to abolish the cap on presidential mandates and extend the term from five to six years, El Salvador has plunged into a new authoritarian era, evoking its darkest chapters. Bukele now joins the ranks of lifelong autocrats, alongside figures like Daniel Ortega, Nicolás Maduro, Vladimir Putin, or the youngest heir to the Kim dynasty.
This shift toward an uncrowned monarchy unfolded in mere hours: just enough time for a loyal lawmaker to shoehorn a constitutional reform onto the agenda as an urgent item and ram it through the Legislative Assembly amid feigned enthusiasm and cynical applause.
This authoritarian pivot caps a protracted erosion of the rule of law, marked by the hijacking of institutions, the curtailing of fundamental freedoms, and a relentless assault on the independence of government branches.
In 1983, amid a raging civil war, El Salvador adopted a Constitution that enshrined the separation of powers.
Democratic hopes surged with the 1992 peace accords, which ended the civil war.
The military was confined to its barracks, a civilian police force was established, and the political arena replaced repression, exile, and political assassination with debate.
Those promises never materialized.
Rampant corruption, enduring inequalities, rampant crime, and the impotence of political elites have bred widespread voter disillusionment, driving many to embrace “simple” solutions—even at the price of vesting unchecked power in one man, in the near-religious hope that it will not corrupt him.
This is the mission Nayib Bukele believes he has been divinely tasked with: consolidating all authority to reshape the nation in his own image.
Since taking office in 2019, buoyed by an unparalleled propaganda machine and massive popular support, his parliamentary majority has swiftly dismantled countervailing powers. On May 1, 2021—the first day of the new legislative session following elections in which Bukele’s party secured 56 of 84 seats, granting it absolute control over the Legislative Assembly and the ability, for instance, to appoint the next Supreme Court president and unilaterally approve the country’s next three budgets.
This outcome sealed the demise of bipartisanship in the nation. In its wake, lawmakers ousted the Constitutional Court justices who had defied the president, along with the attorney general tasked with probing government corruption.
Months later, in September 2021, these handpicked judges greenlit presidential reelection, despite its explicit prohibition in six separate constitutional provisions. The charter even prescribes penalties for anyone proposing it (Article 75) and calls for insurrection if a president is reelected (Article 88).
With the army and police at his beck and call, no one dared challenge Nayib Bukele’s registration as a candidate.
On February 4, 2024, shortly after polls closed, he declared victory.
On June 1, 2024, during his inauguration ceremony, he stood on the presidential balcony and, in his address, demanded that Salvadorans swear allegiance to his new term.
Yesterday’s vote merely entrenches his grip: El Salvador did not change on July 31, but Bukele has finally dropped the mask.
¿Acaba Bukele de convertir definitivamente El Salvador en una dictadura?
El régimen salvadoreño, hábilmente orquestado por Nayib Bukele desde 2019, se reforzó aún más el jueves 31 de julio.
Con la aprobación por el Parlamento —controlado por el partido del presidente, Nuevas Ideas— de abolir la limitación del número de mandatos presidenciales, y de ampliar el mandato presidencial de cinco a seis años, El Salvador entra así en una nueva era autoritaria, que recuerda sus horas más oscuras. Bukele se une al club de los autócratas vitalicios, junto a personalidades como Daniel Ortega, Nicolás Maduro, Vladimir Putin o el representante más joven de la dinastía Kim.
Esta transición hacia una monarquía sin corona solo ha necesitado unas horas: el tiempo necesario para que un diputado leal incluyera con carácter de urgencia una reforma constitucional en el orden del día y la hiciera aprobar por la Asamblea con un entusiasmo fingido y entre aplausos cínicos.
Este giro autoritario es el resultado de un largo proceso marcado por una erosión progresiva del Estado de derecho, el control de las instituciones, la reducción de las libertades fundamentales y el cuestionamiento sistemático de la independencia de los poderes.
En 1983, cuando el país se encontraba sumido en una guerra civil, El Salvador se dotó de una Constitución que consagraba la separación de poderes.
La esperanza democrática se vio reforzada por los acuerdos de paz de 1992, que pusieron fin al conflicto armado.
El ejército quedó confinado a sus cuarteles, se creó una policía civil y la arena política pasó a resolver las disputas mediante el debate, en lugar de la represión, el exilio o el asesinato político.
Estas promesas nunca se cumplieron.
La corrupción endémica, las desigualdades persistentes, la delincuencia y la impotencia de las élites políticas han llevado al desencanto a gran parte del electorado, que ha optado por soluciones “simples”, incluso a costa de otorgar todos los poderes a un solo hombre, con la esperanza, casi religiosa, de que no los corrompa.
Esta es la misión que Nayib Bukele cree haber recibido: concentrar todos los poderes para remodelar el país a su imagen y semejanza.
Desde su llegada al poder en 2019, con un aparato propagandístico sin igual y un apoyo popular masivo, su mayoría parlamentaria ha desmantelado rápidamente los contrapoderes.
El 1 de mayo de 2021, primer día de la nueva legislatura, tras las elecciones en las que el partido de Bukele obtuvo 56 escaños de 84, lo que le confiere un control absoluto en el Parlamento y el poder, por ejemplo, de elegir al próximo presidente de la Corte Suprema de Justicia y aprobar unilateralmente los tres próximos presupuestos del país.
Este resultado reafirma el fin del bipartidismo en el país. A raíz de ello, los diputados destituyeron a los magistrados del Tribunal Constitucional que se habían opuesto al presidente, así como al fiscal general encargado de investigar la corrupción en el gobierno.
Unos meses más tarde, en septiembre de 2021, estos jueces nombrados por el poder validaron la reelección presidencial, a pesar de que estaba explícitamente prohibida en seis ocasiones en el propio texto de la Constitución.
Esta prevé incluso sanciones contra cualquiera que la proponga (artículo 75) y llama a la insurrección si un presidente fuera reelegido (artículo 88).
Con el ejército y la policía a su servicio, nadie se atrevió a oponerse a la inscripción de Nayib Bukele como candidato.
El 4 de febrero de 2024, poco después del cierre de las urnas, anunció su victoria.
El 1 de junio de 2024, durante la ceremonia de investidura, desde el balcón presidencial, pidió a los salvadoreños en su discurso que juraran lealtad a su nuevo mandato presidencial.
La votación de ayer no hace más que consolidar su poder: El Salvador no ha cambiado el 31 de julio, pero Bukele se ha quitado la máscara.