As he advances along the dimly lit street toward the stop, distant dogs bark and, now and then, a motorcycle shatters the silence. Even at this hour several people are already waiting.
He is not alone. Thousands of Salvadorans from Soyapango, Ilopango, San Martín and Tonacatepeque rise before dawn to face the public-transport odyssey: overcrowded routes, battered buses, indifferent—at times downright rude—drivers, and interminable waits that can stretch beyond thirty minutes between vehicles.
Young people, seniors and students alike form an invisible army of early risers waging a daily war against the clock to reach workplaces and classrooms on time. For them, every morning feels like an eternity.
Antonio knows that if he fails to board the first bus between 4:00 and 4:30 a.m., he will arrive late. By 5:00 a.m. everything changes: long lines, packed buses, and overflowing stops.
The inside of the bus is anything but welcoming, and although the fare is $0.35—priced as a “special” service that supposedly offers air-conditioning and comfort—the reality is starkly different: the seats are hard and torn.
Sweltering heat, mingled with the unmistakable bouquet of bodies, food and cologne, hangs mercilessly in the air. The air-conditioning stopped working long ago in most buses and now releases only warm air, worsening the ordeal for passengers trapped behind sealed windows—a torment that intensifies during the rainy season.
Antonio tries to sit, but he usually travels standing, gripping a rail or ceiling bar. He has mastered the art of using his cellphone with one hand while balancing to the bus’s erratic sway. He reads messages, scans the news or scrolls through social media to dull the tedium.
Around him are mothers who rose even earlier to prepare breakfast, men with backpacks heading to construction sites, students cramming notes, and elderly passengers en route to appointments at a public hospital.
A Commute That Devours Lives
Under normal conditions the ride from AltaVista to downtown San Salvador should last fifty minutes. On workdays, however, it can stretch to two and a half hours. Bulevar del Ejército, Bulevar Venezuela and Primera Calle Poniente become choke points during rush hour.
Matters worsen near the former Vifrio plant, perpetually gridlocked since August of last year, when the National Administration of Aqueducts and Sewers (ANDA) began laying potable-water pipes for a project that will draw water from Lake Ilopango. Moving through that stretch now costs riders more than thirty additional minutes.
“I have already counted every lamppost and sign along this stretch. Sometimes you end up memorizing the advertisements,” says a passenger who travels daily from Ilopango to Soyapango.
Landing a seat is almost a privilege, albeit an uncomfortable one: many passengers nod off onto a neighbor’s shoulder, trying to reclaim the sleep the pre-dawn start stole from them.
Some doze off; occasionally someone snores. At times the overcrowding sparks an argument over an errant elbow or shove. On other rides silence prevails, as if everyone understands that fighting is pointless. All that matters is enduring while the bus crawls forward.
Amid the chaos produced by traffic and substandard buses, some passengers choose to pay extra and board pirated microbuses: small, unlicensed vans that charge $1.50 but provide air-conditioning, a guaranteed seat and, insofar as possible, a more dignified ride.
Illegal? Certainly. Yet in a city where the formal system cannot meet demand, they have become a kind of paid relief. Although unregulated, they attract a growing clientele. “I prefer to spend more than travel packed in like a sardine,” says a young woman who works at a bank near Plaza Mundo and needs to arrive punctually and uncrushed.
Evening Ordeal
The trip home after a workday is just as bad, if not worse. Most stops around Metrocentro descend into chaos: long lines, shoving, frantic attempts to board any bus. The ride back to AltaVista can likewise last two and a half, even three hours. Legs ache, bodies throb, and every soul longs only to reach home, kick off shoes and savor a few minutes of peace.
Residents of eastern San Salvador spend more than twenty-three hours each week merely getting around—over 450 hours a month counting round trips. That is unpaid, unrested, irretrievable time: almost nineteen full days a year lost in the city’s daily traffic.
“No flyovers, no road improvements, not even promises reach us. We need real works—a flyover by the women’s prison and another where Vifrio used to be. But the government’s projects never make it out here,” says a passenger, adjusting his backpack so as not to bump his neighbor.
And so, every day, thousands of people like Antonio set out on a journey rarely told yet decisive in their lives. In this country, before one can work, one must first survive the commute. Their single wish is to reach home. To do so they must conquer yet another traffic marathon—overflowing stops, street vendors, blaring music, stifling heat, impatience and frustration—all part of an ordinary day on San Salvador’s buses.
Madrugar, viajar, sobrevivir: La batalla diaria en el transporte de San Salvador
Mientras avanza por la calle a media luz hacia la parada, puede escuchar a lo lejos los ladridos de perros y, de vez en cuando, una motocicleta que rompe el silencio. A esa hora ya hay varias personas esperando el autobús.
No está solo. Miles de salvadoreños como él, desde Soyapango, Ilopango, San Martín o Tonacatepeque, madrugan para enfrentarse a la odisea del transporte público: rutas saturadas, unidades en mal estado, motoristas indiferentes —y a veces groseros—, y una espera interminable que en ocasiones supera los 30 minutos entre una unidad y otra.
Todos ellos, entre jóvenes, adultos mayores e incluso estudiantes, son parte del mismo ejército invisible de madrugadores que luchan cada día por llegar puntuales a sus trabajos y centros de estudio. Una eternidad en la batalla diaria contra el reloj.
Si Antonio no aborda la primera unidad entre las 4:00 y las 4:30 a. m., ya sabe que llegará tarde. Treinta minutos después, a las 5:00 a. m., la historia cambia por completo: filas largas, buses repletos, paradas desbordadas.
El interior del bus no es amable, y aunque el pasaje cuesta 0.35 centavos por considerarse un transporte especial que ofrece aire acondicionado y comodidad, en la práctica la historia es otra: los asientos están duros y rotos.
El calor, sofocante desde temprano, el olor característico de la aglomeración de personas, comida y perfumes, se mezcla sin piedad. El aire acondicionado, desde hace mucho tiempo, dejó de funcionar en la mayoría de unidades y solo expele aire caliente, complicando aún más la travesía de los usuarios, encerrados en unidades que tienen los vidrios cerrados, situación que se torna más intensa durante el invierno.
Antonio intenta sentarse, pero usualmente va de pie, sujetándose con fuerza a los pasamanos o a los barrotes del techo. Aprendió a manipular su celular solo con una mano mientras se equilibra con los vaivenes del bus. Lee mensajes, revisa noticias o simplemente mira las redes sociales para hacer menos tedioso el viaje.
A su alrededor, hay madres que madrugaron aún más que él para dejar el desayuno hecho antes de salir, hombres con sus mochilas al hombro que van a obras de construcción, estudiantes que intentan repasar apuntes y personas de la tercera edad que van a pasar consulta a un hospital nacional.
Un viaje que consume la vida
En condiciones normales, el trayecto desde AltaVista hasta el centro de San Salvador en autobús debería tomar 50 minutos. Pero en días laborables puede extenderse hasta dos horas y media. El bulevar del Ejército, el bulevar Venezuela y la Primera Calle Poniente se convierten en un cuello de botella en horas pico.
La situación se complica en la zona del ex Vifrio, la cual pasa colapsada por los trabajos que la Administración de Acueductos y Alcantarillados (ANDA) realiza desde agosto del año pasado, para introducir tuberías de agua potable del proyecto que traerá agua desde el Lago de Ilopango. Desde entonces, avanzar en esa zona puede tomar un poco más de 30 minutos.
“Yo aquí ya he contado todos los postes y todos los rótulos. A veces uno se aprende hasta los anuncios de memoria”, comenta un pasajero que viaja de Ilopango a Soyapango todos los días.
Sentarse en el bus es casi un privilegio, pero no uno cómodo: muchos cabecean sobre el hombro de quien tienen al lado, intentando recuperar algo del sueño que el madrugón les robó.
Algunos se quedan dormidos en el bus, a veces alguien ronca. A veces, en medio del hacinamiento, ocurre una discusión por un codazo o un empujón. En otras ocasiones, el silencio reina, como si todos entendieran que pelear no sirve de nada. Solo hay que resistir, mientras el autobús avanza a vuelta de rueda.
En medio del caos provocado por el tráfico y el deficiente servicio de buses, algunos usuarios prefieren pagar un poco más y abordar los microbuses piratas: unidades pequeñas que cobran $1.50, pero que ofrecen aire acondicionado, asientos garantizados y una experiencia —dentro de lo posible— más digna.
Son ilegales, sí, pero en esta ciudad donde el sistema formal no alcanza a cubrir la demanda, se han convertido en una especie de alivio pagado. Aunque no están regulados, cada vez más personas optan por ellos. “Prefiero gastar más y no ir como sardina”, dice una joven que trabaja en un banco en la zona de Plaza Mundo y necesita llegar con puntualidad y sin ser apretujada.
Martirio tarde y noche
La vuelta a casa, después de una jornada laboral, es igual o peor. La mayoría de las paradas desde Metrocentro es un caos. Largas filas, empujones, desesperación por subir a cualquier unidad. El regreso hacia AltaVista puede tomar igual hasta dos horas y media o incluso tres. Las piernas pesan, el cuerpo duele, y el alma solo desea llegar a casa, quitarse los zapatos y tener unos minutos de paz.
Las personas que viven en San Salvador Este invierten más de 23 horas semanales solo en movilizarse. Es decir, más de 450 horas al mes entre ida y vuelta. Es tiempo que no se paga, que no se descansa, que no se recupera, casi 19 días completos al año perdidos en el tráfico cotidiano de San Salvador.
“Acá no llegan los pasos a desnivel, ni las mejoras viales ni mucho menos promesas. Lo que necesitamos acá son obras, un paso a desnivel en la zona de Cárcel de Mujeres y otro por donde estaba Vifrio. Pero aquí no llegan los proyectos del gobierno”, dice un pasajero mientras se ajusta la mochila para no estorbar al vecino.
Y así, cada día, miles de personas como Antonio emprenden una travesía que no se cuenta, pero que define sus vidas. Porque en este país, para poder trabajar… primero hay que sobrevivir al viaje. Pero para eso, todos desean lo mismo: llegar a casa. Sin embargo, para lograrlo, deben vencer otro maratón de tráfico, con paradas colapsadas, vendedores ambulantes, música estridente, calor, impaciencia y frustración, en un día normal de viaje en autobús.