When I had the privilege of studying Henry Kissinger’s thought—particularly his memoirs The White House Years—I came to understand that his political realism, the Realpolitik I so often cite, was never an invitation to a clash of civilizations. Rather, it posits that cultural differences form the very foundation of a consensual world order acceptable to all parties. That order rests not on supremacy or uniformity, but on the deliberate articulation of differences, as happened with the birth of the United Nations after World War II.
For Kissinger, the Middle East was not a conflict defined solely by the divide between Islam and Judeo-Christianity; it was equally shaped by the millenary fault line within Islam between Sunnis and Shiites—a breach to which I shall return.
The accumulation of political, religious, economic, and technological power—as well as energy resources—in the hands of new and old actors alike has rendered the construction of world order ever more complex. From the rise of the Shiites in Iran (January 1979) to the most recent bombing of that country’s nuclear facilities by the Donald Trump administration, events underscore just how elusive a global order remains. The prior hurdle, however, lies at the regional level, where certain leaders steer nations not toward peaceful societies but toward regimes that trample human rights, despite the end of the Cold War and the democratizing wave that reached Eastern Europe and Russia, Central America, and El Salvador.
Derailing democratization inflicts enormous damage. Checks and balances collapse, judges and prosecutors lose independence, alternation in power disappears, and the rule of law gives way to illegal, illegitimate, militarized police states that flout International Law, fostering corruption and the plunder of public coffers by mafias. In Russia, two mafias coexist: one that seized the state after the USSR dissolved and another of newer vintage under Vladimir Putin. On the eve of the invasion of Ukraine, the World Inequality Database (2021) estimated that five hundred individuals controlled forty percent of Russia’s wealth.
Aristotle identified three perversions of government: tyranny, oligarchy, and demagogy. “Tyranny is a monarchy that serves only the monarch’s own interest; oligarchy looks exclusively to the private interest of the rich; demagogy, to that of the poor. None of these governments pursues the common good” (Politics, III).
In the twenty-first century we witness all three perversions fused in singular regimes that require an extreme concentration of wealth—and vice versa. President Trump, flanked by tech billionaires at his inauguration, and the subsequent piranha-style assault by the South African Musk on federal antitrust agencies, mimic the Putin model, progressively disregarding the constitutional powers of Congress and the Judiciary. OXFAM’s global report The Looting Continues describes a “small privileged elite” that has “captured the world economy,” noting that sixty percent of its assets stems from clientelism with the powers of the day and monopolistic practices. It falls to every failed state—El Salvador among them—to name names.
Although Trump has sued judges who, rightly, blocked the immediate expulsion of any detained migrant requesting a hearing, that same institutional framework enabled him to run for office and become president and will ultimately safeguard United States democracy. I trust that before Republicans lose Congress (November 2026) Trump will grasp that his true allies are democratic citizens, and that transferring innocent civilians from the United States to Nayib Bukele’s prisons is as unlawful as threatening the sovereignty of Panama, Denmark (Greenland), and Palestine (Gaza). The United Nations, the Organization of American States, and the international courts in The Hague and San José, Costa Rica, predate him and will outlast his tenure in the White House.
If Trump has competent officials, they must tread carefully in Central America, focusing on the self-serving interests of the dominant Islamic sect in El Salvador, its pacts with the gangs, and Iran’s ties with Ortega in Nicaragua. Tyrants are not simply the offspring of three centuries of caudillismo. Nor is the Sunni–Shiite rift so straightforward, for the age-old rivalry—whether over Muhammad’s son-in-law or the Prophet’s own lineage—is now eclipsed by the ayatollahs’ financing of the Sunni group Hamas, the catalyst for the current crisis following the massacre in Israel on 7 October 2023.
Within the United States, our hardworking compatriots—documented or not—are his genuine allies amid this turbulence. Engaged in agriculture and service industries, their remittances are no luxury; they are honest earnings. Our compatriots are not enemies.
Napoleón Campos / Political analyst and expert in international relations
EE.UU.: De Irán a El Salvador
Cuando tuve el privilegio de estudiar el pensamiento de Henry Kissinger -en particular sus memorias “The White House Years”- comprendí que su realismo político -la Realpolitik que cito con frecuencia- apuntaba no a un choque de civilizaciones si no a que las diferencias culturales son la base de un orden mundial consensuado, aceptable para todas las partes. La base de ese orden no es la supremacía o la uniformidad, es la articulación de las diferencias como sucedió en el nacimiento de las Naciones Unidas tras la II Guerra Mundial.
Para Kissinger, el Medio Oriente no era un conflicto marcado sólo por las diferencias entre el Islam y el Judeocristianismo, sino también por la zanja milenaria dentro del Islam entre sunitas y chiíes, brecha a la que volveré adelante.
La acumulación de poder -político, religioso, económico, tecnológico- y de recursos energéticos por viejos y nuevos actores complejizaron la construcción del orden mundial. El ascenso de los chiíes en Irán (enero, 1979) hasta el más reciente bombardeo por el gobierno de Donald Trump contra sus instalaciones atómicas, reflejan la casi imposibilidad de un orden mundial. El problema -un paso antes del orden global- es que en el orden regional unos enrumban las naciones no hacia sociedades pacíficas, sino hacia regímenes violadores de los derechos humanos, a pesar del fin de la Guerra Fría que empujó la ola democratizadora que alcanzó a Europa Oriental y Rusia, a Centroamérica y El Salvador.
Abortar la democratización tiene daños enormes pues significa la pérdida de los balances de poder, la independencia de jueces y fiscales, la alternancia en el gobierno, el respeto a la ley, para dar lugar a regímenes ilegales, ilegítimos, militaristas, policíacos, violadores del Derecho Internacional, en los que reinan la corrupción y el saqueo del dinero público por mafias. De hecho, en Rusia coexisten dos mafias: una que se apropió del Estado tras la disolución de la URSS y otra de nuevo cuño con Vladimir Putin. Antes de la invasión a Ucrania, el World Inequality Database (2021) calculaba que 500 individuos eran dueños del 40% de la riqueza rusa.
Aristóteles razonó tres desviaciones de gobierno: la tiranía, la oligarquía, y la demagogia. “La tiranía es una monarquía que sólo tiene por fin el interés general del monarca; la oligarquía tiene en cuenta tan sólo el interés particular de los ricos; la demagogia, el de los pobres. Ninguno de estos gobiernos piensa en el interés general” (Política, III).
En el Siglo XXI, atestiguamos las tres desviaciones en regímenes únicos que requieren extrema concentración de riqueza, y viceversa. El presidente Trump en su investidura flanqueado por los multimillonarios tecnológicos, y el posterior ataque piraña del sudafricano Musk contra las agencias federales antimonopolio, replican el modelo Putin desconociendo progresivamente en sus decisiones las atribuciones constitucionales del Congreso y el Órgano Judicial. El informe global “El saqueo continúa” de OXFAM describe esa “pequeña élite privilegiada” que tiene “capturada la economía mundial” y que el 60% de los bienes de esta élite son gracias al clientelismo con el poder de turno y las prácticas monopólicas. Queda en cada Estado fallido -como El Salvador- poner los nombres a unos y otros.
Aunque Trump ha demandado a jueces que han bloqueado -no sin razón- la expulsión inmediata de cualquier migrante detenido que solicite una audiencia, esa misma institucionalidad lo rescató para ser candidato y presidente y al final salvará la democracia estadounidense. Confío antes que los Republicanos pierdan el Congreso (noviembre, 2026) entienda Trump que sus genuinos aliados son las ciudadanías democráticas, y que tan violatorio de la ley es el traslado de civiles inocentes desde EE. UU. a las cárceles de Nayib Bukele, como amenazar la soberanía de Panamá, Dinamarca (Groenlandia), y Palestina (Gaza). La ONU y la OEA, los tribunales internacionales en La Haya y San José, Costa Rica, existían antes de él y seguirán después que abandone la Casa Blanca.
Si Trump tiene funcionarios capaces, deben hilar fino en Centroamérica y enfocar los intereses convenencieros de la secta islámica dominante en El Salvador, sus pactos con las pandillas, y los nexos iraníes con Ortega en Nicaragua. Los tiranos no son productos sólo del tricentenario caudillismo. Tampoco allá la polarización entre chiís y sunitas es tan simple pues hoy día aquel milenario favoritismo o por el yerno de Mahoma o por la tradición del mismo Mahoma es eclipsado por el financiamiento de los ayatolás a los sunitas de Hamas, los detonantes del episodio actual tras la masacre en Israel del 7 de octubre de 2023.
Dentro de EE. UU., nuestros paisanos trabajadores -con o sin papeles- son sus auténticos aliados en esta turbulencia. Comprometidos con la producción agropecuaria y la atención en servicios, sus remesas no son lujo, son fruto honrado. Nuestros connacionales no son enemigos.
Napoleón Campos / Analista político y experto en relaciones internacionales