A Dictator, His Way — Dictador, a su manera

Jun 7, 2025

If he truly didn’t care about being called a dictator, he would have given an account of his sixth year in power and silenced his critics. Normally, an absolute power like his would have much to report and much to be proud of. But he only touched on the well-worn topic of public safety and announced that he could make anyone happy, but not everyone at the same time. For now, he is making a select few happy: his family, his comrades-in-arms, and the usual suspects. The rest will have to wait. — Si en realidad no le importara que lo llamaran dictador, habría dado cuentas de su sexto año en el poder y habría acallado las críticas. Normalmente, un poder absoluto como el suyo tendría mucho que contar y mucho de qué enorgullecerse. Pero solo se refirió el manido tema de la seguridad ciudadana y anunció que podía hacer feliz a cualquiera, pero no a todos al mismo tiempo. Por de pronto, hace felices a unos cuantos: sus familiares, sus conmilitones y los de siempre. Los demás tendrán que esperar.

It matters, a lot, that they brand him a dictator. Bukele is not indifferent to being told he has gone from modern reformer to ruthless autocrat. The damage to his image has struck a deep nerve. Disappointment and bewilderment have put him on the defensive. Thus, what should have been a celebration of a dynamic and effective administration paving the way for a prosperous future became a rambling personal defense, more emotional than rational, more graceless than on point. The confusion spiraled into a rejection of democracy and a defense of dictatorship. Inadvertently, Bukele proved his harshest critics right.

Instead of giving an account of his first unconstitutional year, Bukele spent more than an hour defending himself against the accusation of being a cruel and corrupt dictator. He lashed out at the local and international press, international bodies, NGOs, and the opposition, all hell-bent, according to him, on tarnishing his administration, his image, and his family. He blamed the attack on “foreign powers” he dared not name, but which he accused of coordinating the manipulation of the press and media to spread lies and the “globalist agenda,” whose purpose is “to keep our country in misery.”

He broke with international organizations that “defend democracy” for not seeking “the well-being of our peoples,” but rather “generating instability to keep us dependent” and imposing “a narrative” that promotes foreign interests. Bukele explicitly admitted that he had dispensed with democracy because it prevented him from sending gang members to rot in his prisons; with international treaties, because they made room for homicide; and with human rights, because they hindered the prosecution of crime. He saw fit to clarify that he does not imprison activists, journalists, and dissidents, as his enemies accuse him of doing, but rather criminals and the corrupt, who wield “the political persecution card” to escape justice.

A dictatorship, “his way,” seems to him ideal for the nation’s happiness. However, his defense of it suffers from the same inconsistency as the rest of his speech. Bukele exaggerates the number of homicides committed by gangs to underscore their innate evil. But he ignores the pacts that brought him to power. He rails against supposedly corrupt activists and journalists but forgets that most are in his own circle. He complains bitterly about manipulation by others but overlooks the fact that he is a consummate expert in that art.

He goes off the rails by equating democracy with a failed state and dictatorship with a successful one, and by contrasting death, chaos, and fear with unrestricted respect for life, adherence to institutional order, and swift and due justice. He loses his way by equating a constitutional monarchy with his dictatorship and by lamenting how little democracy indexes value it, preferring a hereditary monarch. He is delusional to blame the conquistador from five centuries ago for his stumble on the slopes of Los Chorros.

If he truly didn’t care about being called a dictator, he would have given an account of his sixth year in power and silenced his critics. Normally, an absolute power like his would have much to report and much to be proud of. But he only touched on the well-worn topic of public safety and announced that he could make anyone happy, but not everyone at the same time. For now, he is making a select few happy: his family, his comrades-in-arms, and the usual suspects. The rest will have to wait. He can do no more. Not for lack of will, but because of the misrule of his predecessors, stretching back to the 16th century. Six years, even of total power, are no match for five centuries. Nevertheless, no one has governed as he has, nor accomplished works like his.

Undoubtedly, despotism suits Bukele well. He is comfortable with dictatorship, even with the title of dictator. He is fascinated by the gold, the scarlet, and the trappings of monarchy. It seems what really bothers him is that they ignore the unprecedented speed with which he is building “our own future, in our own country, for our people, with our own methods”—that is, dictatorially.

The weak point of this “my way” dictatorship is the effectiveness of criticism from journalists and social activists, especially abroad, where he expected his leadership to inspire other aspiring autocrats and thus legitimize his “soft” dictatorship. Despite his power, he cannot control or neutralize them. The head-on attack against them and the staunch defense of his actions reveal the bewilderment and frustration of an image that is perhaps damaged beyond repair.

Rodolfo Cardenal, director of the Centro Monseñor Romero.

UCA: https://noticias.uca.edu.sv/articulos/dictador-a-su-manera

Dictador, a su manera

Importa, y mucho, que lo tilden de dictador. Bukele no es indiferente a que digan que pasó de reformador moderno a autócrata despiadado. El deterioro de su imagen ha tocado fibras profundas. La decepción y el desconcierto lo pusieron a la defensiva. Así, lo que debió ser la exaltación de una gestión dinámica y eficaz, que aproxima un futuro próspero, fue una disparatada defensa personal, más emocional que racional, más desabrida que acertada. La confusión desembocó en el rechazo de la democracia y la defensa de la dictadura. Bukele, sin pretenderlo, dio la razón a sus críticos más severos.

En lugar de rendir cuentas de su primer año inconstitucional, Bukele dedicó más de una hora a defenderse de la acusación de dictador cruel y corrupto. Arremetió contra la prensa local e internacional, los organismos internacionales, las ONG y la oposición, empeñadas, según él, en enlodar su gestión, su figura y su familia. Responsabilizó del ataque a unas “fuerzas extranjeras” que no se atrevió a identificar, pero a las cuales acusó de coordinar la manipulación de la prensa y los medios de comunicación para que difundan mentiras y la “agenda globalista”, cuya finalidad es “mantener a nuestro país en la miseria”.

Rompió con las organizaciones internacionales “defensoras de la democracia” por no buscar “el bienestar de nuestros pueblos”, sino “generar inestabilidad para mantenernos dependientes” e imponer “una narrativa” que promueve intereses foráneos. Bukele reconoció explícitamente que había prescindido de la democracia, porque le impedía enviar a los pandilleros a podrirse en sus cárceles; de los tratados internacionales, porque abrían espacio al homicidio; y de los derechos humanos, porque obstaculizaban la persecución del crimen. Tuvo a bien aclarar que no encarcela activistas, periodistas y disidentes, tal como le achacan sus enemigos, sino a criminales y corruptos, que esgrimen “el carné de perseguido político” para escapar de la justicia.

La dictadura, “a su manera”, se le antoja ideal para la felicidad de la nación. Sin embargo, su defensa padece de la misma inconsistencia del resto del discurso. Bukele exagera la cantidad de homicidios cometidos por las pandillas para subrayar su maldad innata. Pero ignora los pactos que lo llevaron al poder. Se ensaña con activistas y periodistas presuntamente corruptos, pero olvida que la mayoría se encuentra en su entorno. Se lamenta amargamente de la manipulación de otros, pero pasa por alto que él es un experto consumado en ese arte.

Desbarra al equiparar la democracia con el Estado fallido y la dictadura con el Estado exitoso, y al contraponer la muerte, el caos y el miedo con el respeto irrestricto a la vida, a la observancia de la institucionalidad y a la justicia pronta y debida. Se extravía al equiparar la monarquía constitucional con su dictadura y al lamentar el poco aprecio que hacen de ella los índices de democracia, al preferir un monarca hereditario. Delira al atribuir al conquistador de hace cinco siglos su tropezón con los taludes de Los Chorros.

Si en realidad no le importara que lo llamaran dictador, habría dado cuentas de su sexto año en el poder y habría acallado las críticas. Normalmente, un poder absoluto como el suyo tendría mucho que contar y mucho de qué enorgullecerse. Pero solo se refirió el manido tema de la seguridad ciudadana y anunció que podía hacer feliz a cualquiera, pero no a todos al mismo tiempo. Por de pronto, hace felices a unos cuantos: sus familiares, sus conmilitones y los de siempre. Los demás tendrán que esperar. No puede hacer más. No por falta de voluntad, sino por el desgobierno de sus predecesores, que se remontan hasta el siglo XVI. Seis años, incluso de poder total, no pueden con cinco siglos. No obstante, nadie ha gobernado como él ni ha hecho obras como las suyas.

Es indudable que el despotismo se le da bien a Bukele. Se siente cómodo con la dictadura, incluso con el título de dictador. Le fascinan los dorados, el escarlata y los oropeles monárquicos. Al parecer, lo que en realidad le molesta es que ignoren la rapidez desconocida con la que construye “nuestro propio futuro, en nuestro propio país, para nuestra gente, con nuestros propios métodos”, es decir, dictatorialmente.

El punto débil de esa dictadura “a mi manera” es la eficacia de las críticas de los periodistas y los activistas sociales, sobre todo en el exterior, donde tenía la expectativa de que su liderazgo inspirara a otros candidatos a autócratas y así legitimar su dictadura “blanda”. A pesar de su poder, no los puede controlar ni neutralizar. El ataque frontal contra ellos y la cerrada defensa de sus actuaciones revelan el desconcierto y la frustración de una imagen deteriorada tal vez irremisiblemente.

* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.

UCA: https://noticias.uca.edu.sv/articulos/dictador-a-su-manera