For some time now, in both legal and political circles, there has been talk of lawfare: the use of the justice system as a weapon to persecute and discredit adversaries. The initial stage of the process is usually the same: a scandalous accusation is leveled against an opponent, which is then disseminated through the media, especially social media, to amplify the scandal and pave the way for judicial proceedings. Even if the accused is innocent and later recognized as such, a shadow of suspicion is cast, damaging and discrediting them. The criminal procedure model in many countries facilitates this strategy. In El Salvador’s case, moreover, the state of exception enables arbitrary detention and eliminates all constitutional guarantees related to swift and due justice.
Since the dismissal of the Constitutional Chamber four years ago and the forced retirement of judges based on age discrimination, the administration has made lawfare one of its primary strategies to discredit and imprison those it perceives as adversaries. Given the repeated corruption scandals in the country, accusing someone of such acts is an easy way to tarnish reputations and silence inconvenient voices. For example, the issue of undeclared supplementary salaries to the treasury, which could have been resolved administratively, became grounds for criminal prosecution for some politicians; others, known for corruption but who opportunely aligned themselves with the administration, have faced no problems whatsoever.
After this lawfare targeted key opposition figures, the exile of politicians critical of the current government became widespread. Some who did not flee and maintained a dissenting public stance are now imprisoned. Journalists also became targets, facing various forms of threats; a group of them has had to leave the country as a precaution. And now, lawfare has entered a new phase; human rights defenders are currently suffering its effects. So much so that the Conferencia Episcopal de El Salvador (Episcopal Conference of El Salvador) has asked the government “not to persecute human rights defenders for the simple fact of carrying out that role.” In the cases of Alejandro Henríquez (an alumnus of this university) and José Ángel Pérez, the Prosecutor’s Office is charging them with baseless crimes, the police interpret a dialogue with officers as resisting authority, and judges take the liberty of ignoring Articles 11, 12, and 13 of the Constitution, which guarantee the protection of individual rights, especially concerning detention and judicial proceedings.
Lawfare leads to the weakening of justice and creates a widespread sense of insecurity and legal defenselessness. Some criminal defense lawyers have even decided to switch to private law, seeing no prospects for judicial independence in public law. Indeed, several of the Episcopal Conference’s petitions to the government address irregular legal situations. The requests to suspend the state of exception, to prevent the persecution and imprisonment of environmentalists, to refuse collaboration with aggressive policies against migrants, and to respect differences of opinion demonstrate the bishops’ concern about the country’s social situation. Engaging in dialogue with those who work for justice and human rights would be a good first step to save the country from arbitrariness and discredit.
UCA: https://noticias.uca.edu.sv/editoriales/guerra-juridica
Guerra jurídica
Desde hace algún tiempo se habla, tanto en el mundo legal como en el de la política, de guerra jurídica (lawfare); es decir, del uso de la justicia como arma para perseguir y desacreditar a adversarios. La etapa primera del procedimiento suele ser la misma: se vierte una acusación escandalosa contra el oponente, la cual se difunde en los medios de comunicación, y en especial a través de redes sociales, para aumentar el escándalo y preparar el terreno para el procesamiento judicial. Aunque el acusado sea inocente y así se reconozca después, se crea una sombra de sospecha que lo daña y desprestigia. El modelo de proceso penal que existe en muchos países facilita esa estrategia. En el caso de El Salvador, además, el régimen de excepción posibilita la detención arbitraria y elimina todas las garantías constitucionales referidas a la pronta y debida justicia.
Desde la destitución de la Sala de lo Constitucional hace cuatro años y la jubilación forzosa de jueces en base a discriminación por edad, el oficialismo ha hecho de la guerra jurídica una de sus principales estrategias para desacreditar y encarcelar a quienes percibe como adversarios. Debido a los repetidos escándalos de corrupción que se han dado en el país, acusar a alguien de ello es vía fácil para anular prestigios y silenciar voces incómodas. Por ejemplo, el asunto de los complementos salariales que no se declaraban al fisco, que pudo haberse solucionado por la vía administrativa, pasó a ser materia de persecución penal en el caso de algunos políticos; otros, marcados por la fama de corruptos pero que oportunamente se alinearon con el oficialismo, no han tenido el menor problema.
Luego de que esta guerra jurídica alcanzó a figuras clave de la oposición, el exilio de políticos críticos con el actual Gobierno se generalizó. Algunos de los que no huyeron y mantuvieron una posición pública discordante están hoy encarcelados. Después también fueron blanco los periodistas, que han enfrentado diversas formas de amenaza; un grupo de ellos ha tenido que dejar el país por precaución. Y en estos días, la guerra jurídica ha iniciado una nueva etapa; hoy los defensores de derechos humanos sufren sus efectos. A tal grado que la Conferencia Episcopal de El Salvador le ha pedido al Gobierno “que no persiga a los defensores de derechos humanos por el simple hecho de ejercer esa función”. En los casos de Alejandro Henríquez (graduado de esta casa de estudios) y José Ángel Pérez, la Fiscalía les imputa delitos sin base objetiva, la Policía ve resistencia a la autoridad en lo que era un diálogo con agentes y los jueces se dan el lujo de olvidar los artículos 11, 12 y 13 de la Constitución, los cuales garantizan la protección de los derechos de las personas, especialmente en relación a la detención y el proceso judicial.
La guerra jurídica conduce a la debilitación de la justicia y crea una sensación de inseguridad y de indefensión legal generalizada. Incluso algunos abogados penalistas han decidido dedicarse al derecho privado al no ver perspectivas de independencia judicial en el derecho público. Precisamente, varias de las peticiones de la Conferencia Episcopal al Gobierno se refieren a situaciones jurídicas irregulares. Las peticiones de que se suspenda el régimen de excepción, que se evite la persecución y el encarcelamiento de ambientalistas, que no se colabore con políticas agresivas contra los emigrantes y que se respete la diferencia de opinión son muestras de la preocupación de los obispos por la situación social del país. Dialogar con quienes trabajan por la justicia y los derechos humanos sería un buen primer paso para salvar al país de la arbitrariedad y el descrédito.
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