Extremes don’t meet. The most recurrent cliché in simplistic analyses also refutes, at a stroke, two and a half centuries of political philosophy, at least since the French Revolution. What is cross-cutting is the worth of the people in politics. Or its absence. The exercise of power, for example, means that two Central American presidents with histories and projects that are poles apart, at least on paper, have more than one trait in common. Nayib Bukele is one of the leaders who arouses the most passion on social media. Years ago, he called himself “the coolest dictator in the whole wide world” on Twitter. Now, in his X bio, he presents himself as a “philosopher king,” perhaps a reference to Plato’s philosopher king, a figure who has little to do with this publicist who today more closely resembles the Nicaraguan caudillo Daniel Ortega or Venezuela’s Nicolás Maduro.
The obscenity of what is happening in El Salvador is the display of force, with a prison policy that boasts of annihilating human dignity, but the true authoritarian drift is also built on what seem like details, on the fine print. Last week, the Parliament dominated by Bukele’s party approved the so-called Foreign Agents Law, whose name already suggests its function. The law will define which humanitarian organizations or media outlets can operate in the country and will subject NGOs that obtain this permission to a 30% tax on their income. A full-fledged gag order in a territory where the war against criminal gangs was a resounding success at the cost of a profound deterioration of fundamental rights and freedoms.
Juan Pappier, deputy director for the Americas at Human Rights Watch, hit the nail on the head by publishing a thread with the parallels between this Salvadoran law and the Law for the Regulation of Foreign Agents enacted in Nicaragua in 2020. The ultimate goal is to identify funding sources under the pretext of shielding against any interference in public opinion or alleged undermining of national sovereignty. Last year, the Venezuelan National Assembly, a body controlled by Chavismo that will be renewed precisely from the legislative elections called for this Sunday, also processed a law for the oversight of NGOs and non-profit associations that, in practice, sought to curb these organizations. The United Nations mission in the Caribbean country bluntly denounced that it was “one more mechanism to repress and impede the work of human rights defenders.”
This journey of apparent contradictions between one of the rulers closest to Donald Trump and his declared enemies in Latin America does not end here. Bukele, who offered his prisons for the Republican administration to deport alleged members of the Venezuelan criminal gang Tren de Aragua, has advisors in his circle who come from the most radical sector of anti-Chavismo. “El Salvador has just rewritten the rules on foreign financing […]. Supporters consider it an act of due transparency,” wrote an influencer with more than two million followers on X, Mario Nawfal. “Mark my words: this will unleash an international frenzy. We will witness a rampant race in the style of ‘Soviet containment’,” ventured another tech bro, Mike Benz, referring to Washington’s cultural counteroffensive against Moscow during the Cold War. “This law will spread to other countries,” he declared.
The reality is that El Salvador pioneered nothing; Daniel Ortega, Rosario Murillo, and Nicolás Maduro did, or in any case, the advisors of their authoritarian regimes. And the outrage of democrats does not stem from any frenzy; it stems from respect for human rights, the rules of coexistence, and democracy.
El País: https://elpais.com/opinion/2025-05-26/bukele-como-ortega-y-maduro.html
Bukele, como Ortega y Maduro
Los extremos no se tocan. El lugar común más recurrente de los análisis más simplistas impugna de un plumazo, además, dos siglos y medio de filosofía política, al menos desde la Revolución Francesa. Lo que es transversal es la valía de las personas que habitan la política. O su ausencia de ella. El ejercicio del poder hace, por ejemplo, que dos presidentes centroamericanos con historias y proyectos en las antípodas, al menos sobre el papel, tengan más que un rasgo en común. Nayib Bukele es uno de los mandatarios que más pasiones despierta en redes sociales. Hace años se autodenominaba en Twitter como “el dictador más cool del mundo mundial”. Ahora en su biografía de X se presenta como “philosopher king”, quizá una referencia al rey filósofo de Platón, una figura que poco tiene que ver con este publicista que hoy se parece más al caudillo nicaragüense Daniel Ortega o al venezolano Nicolás Maduro.
Lo obsceno de lo que ocurre en El Salvador es la exhibición de fuerza, con una política penitenciaria que se jacta de aniquilar la dignidad humana, pero la verdadera deriva autoritaria se cimienta también en lo que parecen detalles, en la letra pequeña. La semana pasada el Parlamento dominado por el partido de Bukele aprobó la llamada Ley de Agentes Extranjeros, cuyo nombre ya sugiere su función. La norma definirá qué organizaciones humanitarias o medios de información pueden trabajar en el país y someterá a las ONG que obtengan ese permiso a una tributación del 30% de sus ingresos. Una mordaza en toda regla en un territorio donde la guerra contra las pandillas criminales fue un éxito rotundo a cambio de un profundo deterioro de derechos fundamentales y libertades.
Juan Pappier, subdirector para las Américas de Human Rights Watch, puso el dedo en la llaga al publicar un hilo con los paralelismos entre esta ley salvadoreña y la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros promulgada en Nicaragua en 2020. El objetivo es, en definitiva, identificar las fuentes de financiación con el pretexto de blindarse ante cualquier interferencia en la opinión pública o supuesto menoscabo de la soberanía nacional. El año pasado, también la Asamblea Nacional venezolana, un órgano controlado por el chavismo que se renovará precisamente a partir de las elecciones legislativas convocadas este domingo, tramitó una ley de fiscalización de las ONG y asociaciones sin fines de lucro que, en la práctica, buscaba poner coto a estos organismos. La misión de Naciones Unidas en el país caribeño denunció sin medias tintas que se trataba de “un mecanismo más para reprimir e impedir el trabajo de los defensores y defensoras de los derechos humanos”.
Este viaje de aparentes contradicciones entre uno de los gobernantes más cercanos a Donald Trump y sus enemigos declarados en Latinoamérica no acaba aquí. Bukele, que ofreció sus cárceles para que la Administración republicana deportara a supuestos miembros de la banda criminal venezolana Tren de Aragua, tiene en su círculo a unos asesores que proceden del sector más radical del antichavismo. “El Salvador acaba de reescribir las reglas sobre el financiamiento extranjero […]. Los partidarios lo consideran un acto de transparencia debido”, escribió un influencer con más de dos millones de seguidores en X, Mario Nawfal. “Recuerden mis palabras: esto desatará un frenesí internacional. Seremos testigos de una carrera desenfrenada al estilo de la ‘contención soviética”, aventuró otro tecnobro, Mike Benz, en referencia a la contraofensiva cultural de Washington frente a Moscú durante la Guerra Fría. “Esta ley se extenderá a otros países”, sentenció.
La realidad es que El Salvador no inauguró nada, sino que lo hicieron Daniel Ortega, Rosario Murillo y Nicolás Maduro, o en todo caso los asesores de sus regímenes autoritarios. Y la indignación de los demócratas no responde a ningún frenesí; responde al respeto a los derechos humanos, a las reglas de la convivencia y a la democracia.
El País: https://elpais.com/opinion/2025-05-26/bukele-como-ortega-y-maduro.html