Bukele’s El Salvador wanted to be known abroad for its volcanoes, coffee, surf, and cryptocurrencies. The brand got lost because of Bukele himself. Now the country is famous for its “latest generation” megaprison with a ruthless internal regime, where Trump dumps immigrants labeled as “violent criminals,” “confirmed murderers,” “rapists,” “high-profile delinquents”—in a word, “terrorists.” Bukele wasn’t hired as a security expert, but for the refined cruelty of his prison, which Trump cynically praises as “such a wonderful place to live.” International press headlines, however, do not hesitate to call it “hell on earth.”
Trump’s deportations are similar to the raids under Bukele’s state of exception. Both have appropriated the right to condemn and sentence those they find repugnant, without showing any evidence of guilt, and to confine them in a kind of dumping ground, where they are debased and denigrated. Among the first 238 “Venezuelans” deported, only one is a member of Tren de Aragua and eleven have criminal records, while 101 were residing illegally in the United States, which is why they were expelled and confined in Bukele’s garbage dump. Not all are Venezuelan or men. There was one Nicaraguan and twenty-three Salvadorans, of whom only one is a gang member. The women were returned because the prison is exclusively for men.
In any case, Tren de Aragua is not powerful enough to take over the United States, as Trump and his allies claim. The crime of most deportees is having entered U.S. territory illegally to work and send remittances—the same thing hundreds of thousands of Salvadorans, desperate due to lack of opportunities, do.
Those deported by Trump and received by Bukele are in legal limbo. They have no access to the U.S. justice system, from whose records they have disappeared, nor to the Salvadoran one, where they are not listed. The most scandalous case is that of a Salvadoran legally protected from deportation. The operation for which Trump and Bukele congratulate themselves so much makes them perpetrators of forced disappearances, kidnappers, and human traffickers.
Just as Bukele threatens dissenters with the state of exception, Trump terrifies undocumented immigrants by threatening to send them to the “renowned” prison, “for its charming conditions.” The refinement of cruelty is celebrated by Trump, whose officials stroll fascinated amidst the horrors of the CECOT (Terrorism Confinement Center). However, there are other, more brutal prisons that the dictatorship dares not show its admirers; the perversity is of such a caliber that it is not included on the circuit for tourists of barbarism.
The cruelty is not limited to the humiliation of the victims; it also extends to carefully crafted audiovisual productions that flaunt their crudeness. The debasement and dehumanization of detainees are part of Bukele’s and Trump’s power play. It serves as a warning to rebels about what awaits them if they do not submit to their masters. Brutality is displayed as a relentless destructive power.
Bukele’s megaprison, his only universally recognized success, has earned him repeated praise and thanks from Trump, something the latter is not prone to doing, especially with a foreigner. Thus, Trump has hailed Bukele as “the strongest leader on security,” “the regional model,” “the great friend of the United States,” and “the favorite son.” Collaboration with the imperial projects of the north has earned him an audience at the White House, a distinction reserved for few.
This recognition is much more valuable than the few million dollars the prison lease will bring him. The political dividends of submission to the empire are priceless. Trump will not criticize him for having destroyed democratic institutions, for dictatorial authoritarianism, or for human rights violations. Surely, he will intercede for him with international financial institutions. However, the advantages gained do not include preferential treatment for the undocumented Salvadoran diaspora, already warned that they will be treated as a group of “terrorists.”
Bukele’s El Salvador is not characterized by consistent economic growth, solid public finances, or social spending commensurate with the needs of its inhabitants, but by the Trump-accredited megaprison. Thus, the “monsters” and “terrorists” deported by Trump join the few foreign tourists attracted by Bukele’s wonders.
The bad press surrounding Bukele’s most successful creation, a dumping ground for human waste, contributes to eroding his popularity. X’s artificial intelligence informed him of this. He is not the most popular Latin American president.
Rodolfo Cardenal, Director of the Monsignor Romero Center.
UCA: https://noticias.uca.edu.sv/articulos/ni-volcanes-ni-cafe-ni-surf-sino-cloaca-humana
Ni volcanes, ni café, ni surf, sino cloaca humana
El Salvador de Bukele quiso ser conocido en el exterior por los volcanes, el café, el surf y las criptomonedas. La marca se extravío por causa del mismo Bukele. Ahora el país es famoso por su megacárcel de “última generación” con un régimen interno despiadado, donde Trump vierte a los inmigrantes etiquetados como “criminales violentos”, “asesinos confirmados”, “violadores”, “delincuentes de alto perfil”, en una palabra, “terroristas”. Bukele no fue contratado como experto en seguridad, sino por la refinada crueldad de su prisión, que Trump elogia cínicamente como “un lugar tan maravilloso para vivir”. Los titulares de la prensa internacional, en cambio, no dudan en calificarlo como “infierno en la tierra”.
Las deportaciones de Trump son similares a las redadas del régimen de excepción de Bukele. Los dos se apropiaron del derecho de condenar y sentenciar a quienes les repugnan, sin mostrar evidencia alguna de culpabilidad, y de recluirlos en una especie de vertedero, donde son envilecidos y denigrados. Entre los primeros 238 “venezolanos” deportados, solo uno milita en el Tren de Aragua y once tienen récord criminal, mientras que 101 residían ilegalmente en Estados Unidos, razón por la cual fueron expulsados y recluidos en el basurero de Bukele. No todos son venezolanos u hombres. Había un nicaragüense y veintitrés salvadoreños, de los cuales solo uno es pandillero. Las mujeres fueron devueltas, porque la cárcel es exclusivamente para hombres.
En cualquier caso, el Tren de Aragua no es tan poderoso como para apoderarse de Estados Unidos, tal como aseguran Trump y los suyos. El delito de la mayoría de los deportados es haber ingresado ilegalmente en territorio estadounidense para trabajar y enviar remesas. Lo mismo que hacen centenares de miles de salvadoreños desesperados por la falta de oportunidades.
Los deportados por Trump y recibidos por Bukele se encuentran en el limbo jurídico. No tienen acceso a la justicia estadounidense, de cuyos registros desaparecieron, ni a la salvadoreña, donde no figuran. El caso más escandaloso es el de un salvadoreño protegido legalmente de la deportación. La operación por la que tanto se felicitan Trump y Bukele los convierte en autores de desapariciones forzosas, secuestradores y traficantes de personas.
De la misma manera que Bukele amenaza con el régimen de excepción a los díscolos, Trump atemoriza a los inmigrantes indocumentados con enviarlos a la “afamada” cárcel, “por sus encantadoras condiciones”. El refinamiento de la crueldad es celebrado por Trump, cuyos funcionarios se pasean fascinados en medio de los horrores del Cecot. Sin embargo, existen otras cárceles más brutales que la dictadura no se atreve a mostrar a sus admiradores; la perversidad es de tal calibre que no figura en el circuito de los turistas de la barbarie.
La crueldad no se agota en la humillación de las víctimas; se prolonga, además, en producciones audiovisuales muy cuidadas, que hacen alarde de su crudeza. El envilecimiento y la deshumanización de los detenidos es parte del juego de poder de Bukele y Trump. Anuncia a los rebeldes lo que les aguarda si no se someten a sus amos. La brutalidad es mostrada como un implacable poder destructor.
La megacárcel de Bukele, el único éxito reconocido universalmente, le ha merecido repetidos elogios y agradecimientos de Trump, algo a lo que este no es muy dado, menos con un extranjero. Es así como Trump ha saludado a Bukele como “el líder más fuerte en seguridad”, “el modelo regional”, “el gran amigo de Estados Unidos” y “el hijo favorito”. La colaboración con los proyectos imperiales del norte le ha granjeado una audiencia en la Casa Blanca, una distinción reservada a pocos.
Este reconocimiento es mucho más valioso que los pocos millones de dólares que le reportará el arrendamiento de la cárcel. Los réditos políticos del sometimiento al imperio no tienen precio. Trump no le reclamará el haber destrozado la institucionalidad democrática, el autoritarismo dictatorial, ni la violación de los derechos humanos. Seguramente, intercederá por él ante los organismos financieros internacionales. Eso sí, entre las ventajas obtenidas no figura un trato preferencial para la diáspora salvadoreña indocumentada, ya avisada de que será tratada como agrupación de “terroristas”.
El Salvador de Bukele no se caracteriza por un crecimiento económico consistente, ni por unas finanzas públicas sólidas, ni por un gasto social acorde con las necesidades de sus habitantes, sino por la megacárcel acreditada por Trump. A los pocos turistas extranjeros, atraídos por las maravillas de Bukele, se suman así los “monstruos” y los “terroristas” deportados por Trump.
La mala prensa de la creación más exitosa de Bukele, un vertedero de desechos humanos, contribuye a deteriorar su popularidad. Así se lo hizo saber la inteligencia artificial de X. No es el presidente latinoamericano más popular.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.
UCA: https://noticias.uca.edu.sv/articulos/ni-volcanes-ni-cafe-ni-surf-sino-cloaca-humana