Three years ago, Nayib Bukele, the president-cum-dictator of El Salvador, had a message for American lawmakers: “OK boomers … You have 0 jurisdiction on a sovereign and independent nation. We are not your colony, your back yard or your front yard.” But since then, it seems he’s had a change of heart.
Earlier this month, the Trump administration deported more than 200 immigrants to a prison in El Salvador, defying a federal judge’s order to halt the flights. The move is part of the administration’s attempt to speed up deportations, invoking the legally questionable but definitely outdated Alien Enemies Act of 1798. Set aside, if you can, the executive overreach and suspension of constitutionally guaranteed rights, and a troubling picture still emerges. A foreign government is incarcerating hundreds of immigrants on the United States’ behalf, in a country most have never set foot in.
Why El Salvador? Well, it offered.
“We have offered the United States of America the opportunity to outsource part of its prison system,” Bukele wrote online in February, following Secretary of State Marco Rubio’s visit to San Salvador. America is indeed the land of opportunity. Video footage, posted by Bukele on March 16, shows the immigrants arriving at a Salvadoran mega-prison. The men are manhandled by prison guards and have their heads shaved. In response to the federal judge’s order, Bukele responded like an internet troll instead of a head of state. “Oopsie … Too late 😂,” he wrote on X.
There are many reasons to be worried: the documented human rights violations in El Salvador’s prison system, the suspension of due process, and the dismantling of an already broken immigration system. But despite how egregious this latest move is, it is part of a larger trend, one Bukele’s government has encouraged. The United States’ interests are being prioritized over the well-being of the Salvadoran people. Trump wants Canada to be the 51st state. If Bukele has his way, El Salvador will be No. 52.
Bukele has repeatedly sold out his people—and received pretty good press in the process. In 2021 he made Bitcoin legal tender nationwide, and though the experiment has largely been a failure, it has attracted crypto bros and tech opportunists. (Elon Musk and Bukele are shameless fans of each other.) He has proposed a number of initiatives to make foreign investment in El Salvador easier: a law expediting citizenship for foreigners willing to donate Bitcoin, thousands of “free passports” for skilled workers looking to immigrate, tax exemptions primarily aiding business based outside the country.
None of these initiatives is for the benefit of people living in La Libertad, San Vicente, or La Union. In fact, they often shoulder the burden—as in the case of Bitcoin City, the peak embodiment of Bukele’s dreams of a “tax-free economic hub.” As Camilo Freedman reported for the Guardian, hundreds of families have been displaced by construction. Mangrove forests, which sustain ecosystems and provide a partial respite from hurricanes, are at increased risk. Resources are being extracted from the land, and those who will profit most from it would struggle to find the country on a map. This is, fundamentally, how a colony functions.
There is a long, bloody history of American influence over El Salvador. The Salvadoran diaspora in the States—some 2.5 million of us—exists largely because of U.S. foreign policy, namely the millions Ronald Reagan poured into a 12-year civil war. Remittances sustain the country’s economy, making up nearly a quarter of its gross domestic product. Since 2001, the U.S. dollar has been the national currency. Social ills—shared by the two countries but felt most acutely by their poorest and most vulnerable citizens—were jointly created. MS-13, a favorite boogeyman of the Trump administration, originated in Los Angeles and expanded its influence through Salvadoran law-and-order failures and the U.S. deportation machine.
A shared history begets shared problems. The domination of one country over the other has gotten us nowhere. To make life better for people on both sides of the border, collaboration is worth a shot. The U.S. government could try to atone for the many ways it has hurt its neighbors. El Salvador could curtail the corruption that has defined its postwar governments and work to strengthen, not undermine, democracy. Instead, Bukele has chosen to capitulate to foreign interests and gleefully do the dirty bidding of a foreign government, all at the cost of his constituents. (One can almost picture the campaign poster for his unconstitutional third term: Nayib Bukele, taking the neo out of neocolonialism!)
It’s unlikely that Bukele will wake up tomorrow and sell El Salvador to the U.S. for a couple of Bitcoins, but his policies—and dictatorship—are already hurting ordinary Salvadorans. And Americans. And, for good measure, Venezuelans. Though he is undeniably popular, in his country and throughout Latin America, the approach is unsustainable. El Salvador will not survive if it cannot advocate for its own interests. I’ll repeat a Cold War adage I read years ago: El Salvador cannot become another Puerto Rico.
¿La próxima colonia de Estados Unidos? El Salvador.
Hace tres años, Nayib Bukele, el presidente-hecho-dictador de El Salvador, tenía un mensaje para los legisladores estadounidenses: “OK boomers … Ustedes no tienen jurisdicción alguna sobre una nación soberana e independiente. No somos su colonia, su patio trasero ni su patio delantero”. Pero desde entonces, parece que ha cambiado de opinión.
A principios de este mes, la administración Trump deportó a más de 200 inmigrantes a una prisión en El Salvador, desafiando la orden de un juez federal de detener los vuelos. La medida forma parte del intento de la administración por acelerar las deportaciones, amparándose en la Ley de Enemigos Extranjeros (Alien Enemies Act) de 1798, de base legal cuestionable y claramente desactualizada. Si uno deja de lado, en la medida de lo posible, el abuso del poder ejecutivo y la suspensión de derechos constitucionalmente garantizados, aún emerge una imagen inquietante: un gobierno extranjero está encarcelando a cientos de inmigrantes en nombre de Estados Unidos, en un país en el que la mayoría de ellos jamás ha puesto un pie.
¿Por qué El Salvador? Bueno, se ofreció.
“Hemos ofrecido a los Estados Unidos de América la oportunidad de subcontratar parte de su sistema penitenciario”, escribió Bukele en línea en febrero, tras la visita a San Salvador del secretario de Estado (Secretary of State) Marco Rubio. Estados Unidos es, efectivamente, la tierra de las oportunidades. En un video publicado por Bukele el 16 de marzo, se ve a los inmigrantes llegando a una mega-prisión salvadoreña. Los guardias los someten y les rapan la cabeza. Ante la orden del juez federal, Bukele respondió más como un troll de internet que como un jefe de Estado: “Oopsie … Too late 😂”.
Hay muchos motivos para preocuparse: las violaciones de derechos humanos ya documentadas en el sistema carcelario de El Salvador, la suspensión del debido proceso y el desmantelamiento de un sistema migratorio de por sí roto. Pero, por escandalosa que resulte esta última maniobra, forma parte de una tendencia más amplia que el propio gobierno de Bukele ha fomentado: los intereses de Estados Unidos se priorizan por encima del bienestar del pueblo salvadoreño. Trump quiere que Canadá sea el estado 51. Si todo sale como Bukele desea, El Salvador será el 52.
Bukele ha traicionado repetidamente a su gente… y ha recibido buena prensa por ello. En 2021 convirtió Bitcoin en moneda de curso legal en todo el país y, aunque el experimento en gran medida ha fracasado, ha atraído a “criptoentusiastas” y a oportunistas tecnológicos. (Elon Musk y Bukele se admiran sin reparo). Bukele ha propuesto una serie de iniciativas para facilitar la inversión extranjera en El Salvador: una ley que agilice la ciudadanía para quienes donen Bitcoin, miles de “pasaportes gratuitos” para trabajadores calificados que quieran inmigrar y exenciones fiscales que, ante todo, benefician a empresas radicadas fuera del país.
Ninguna de estas iniciativas beneficia a la gente que vive en La Libertad, San Vicente o La Unión. De hecho, suelen cargar con la peor parte, como en el caso de “Bitcoin City,” la máxima expresión de los sueños de Bukele por un “centro económico libre de impuestos.” Según lo reportó Camilo Freedman en The Guardian, cientos de familias han sido desplazadas por las obras. Los manglares, que sostienen ecosistemas y ofrecen cierta protección contra huracanes, están en mayor riesgo. Se extraen recursos de la tierra y quienes más se lucran tendrían problemas incluso para ubicar el país en un mapa. Esto, en esencia, es el funcionamiento de una colonia.
La historia de la influencia estadounidense en El Salvador es larga y sangrienta. La diáspora salvadoreña en Estados Unidos —aproximadamente 2,5 millones de personas— existe en gran parte por la política exterior de ese país, en particular por los millones de dólares que Ronald Reagan destinó a la guerra civil de 12 años. Las remesas sostienen la economía de El Salvador, pues constituyen casi una cuarta parte de su producto interno bruto. Desde 2001, el dólar estadounidense es la moneda nacional. Los males sociales, compartidos por ambos países, afectan con más dureza a los más pobres y vulnerables; se crearon de forma conjunta. La pandilla MS-13, el villano favorito de la administración Trump, nació en Los Ángeles y expandió su influencia gracias a los fracasos del orden público salvadoreño y a la maquinaria de deportación de Estados Unidos.
Una historia compartida genera problemas compartidos. La dominación de un país sobre otro no nos ha llevado a ninguna parte. Para mejorar la vida de la gente a ambos lados de la frontera, valdría la pena ensayar la colaboración. El gobierno estadounidense bien podría tratar de enmendar tantas formas en que ha dañado a sus vecinos. El Salvador podría afrontar la corrupción que ha definido a sus gobiernos de posguerra y trabajar para fortalecer —en vez de socavar— la democracia. En lugar de ello, Bukele ha preferido ceder ante intereses extranjeros y hacer con entusiasmo el trabajo sucio de un gobierno foráneo, todo a costa de sus votantes. (Uno casi puede imaginar el cartel para su inconstitucional tercer mandato: “Nayib Bukele: ¡sacándole el ‘neo’ al neocolonialismo!”).
Es poco probable que mañana Bukele se despierte y venda El Salvador a Estados Unidos por un par de Bitcoins, pero sus políticas —y su dictadura— ya están perjudicando a los salvadoreños de a pie. Y también a los estadounidenses. Y, de paso, a los venezolanos. Aunque su popularidad sea innegable, tanto en su país como en toda América Latina, ese camino no se mantendrá. Si El Salvador no es capaz de defender sus propios intereses, no sobrevivirá. Repetiré un adagio de la Guerra Fría que leí hace años: El Salvador no puede convertirse en otro Puerto Rico.