The recent proposal by El Salvador’s President Nayib Bukele to house convicted felons from the United States—including U.S. citizens—in the country’s notorious CECOT mega-prison, also known as the Terrorism Confinement Center, raises profound constitutional and human rights concerns. While framed as a cost-saving measure and a solution to crime, this idea clashes with fundamental American legal principles, including due process, the Eighth Amendment’s prohibition on cruel and unusual punishment, and the broader framework of rehabilitation and reintegration into society.
At the heart of this issue is the U.S. Constitution’s guarantee of due process and equal protection under the law. The notion that American citizens convicted of crimes could be transferred to a foreign prison system—one that operates under vastly different legal standards—undermines the fundamental rights to which they are entitled. The Supreme Court has long affirmed that incarceration does not erase constitutional protections. If American prisons are required to adhere to these rights, outsourcing incarceration to a foreign country that does not meet these standards is legally and morally dubious.
Equally troubling is the potential violation of the Eighth Amendment. Reporting details overcrowding, indefinite detention, and brutal conditions in CECOT including many individuals being confined to their cell for all but 30 minutes a day, raising serious concerns about cruel and unusual punishment. The American legal system has long prohibited inhumane treatment of incarcerated individuals, and the transfer of people in U.S. prisons to a facility where these protections are uncertain at best could expose the government to legal challenges.
Furthermore, this proposal contradicts the principles of rehabilitation and reentry that anchor our correctional system. One of the key purposes of incarceration—aside from accountability—is to prepare individuals for their return to society. Transferring incarcerated Americans to a foreign prison severs their connection to family, legal representation, and reentry programs that are crucial for a successful reintegration. Instead of promoting rehabilitation, such a practice would create further isolation and recidivism risks. Ironically, it was President Donald Trump who signed the landmark First Step Act in 2018, which facilitated successful reentry by requiring, with some exceptions, people in federal prison to be housed within 500 miles of their home.
There are also serious legal questions about whether the U.S. government has the authority to carry out such a transfer. The vast majority of those incarcerated in the U.S. are held in state facilities under the jurisdiction of state governments, meaning that any policy to relocate those not in federal prisons to El Salvador would require cooperation from individual states. Even for people in federal custody, existing laws governing transfers generally apply to voluntary relocations with treaty agreements—not unilateral decisions by an administration.
The legal morass created by this scheme doesn’t end there. There is no enforcement mechanism by which U.S. courts can determine whether El Salvador or any other country is complying with constitutional obligations such as the right to counsel and the right of incarcerated individuals to health care on par with the standard medical procedures in this country. Also, Congress has never authorized shipping U.S. citizens to other nations for incarceration, making it questionable whether the executive branch has the authority to unilaterally take this draconian step.
Beyond the constitutional and legal issues lies a profound moral question: What does it say about our commitment to justice if we are willing to outsource our prison population to a country with a justice system so flawed that it conducts mass trials that, in one case, have involved nearly 500 defendants? While the U.S. criminal justice system is far from perfect, addressing its shortcomings requires reform, not abdication of responsibility.
Instead of exporting our prison population, we should focus on evidence-based solutions that reduce recidivism, ensure humane conditions, and uphold the values embedded in our Constitution. One way to reduce costs is to reduce recidivism so that fewer people return to prison. This includes implementing effective interventions behind bars, such as cognitive behavioral therapy to change criminal thinking patterns as well as education and workforce programs to increase individuals’ odds of employment upon discharge. Family visitation is also correlated with lower recidivism, as it ensures that those in prison feel someone in the free world cares about their success. These strategies are virtually impossible to carry out in other countries, especially one like El Salvador.
The promise of American justice is rooted in the belief that even those who have made mistakes deserve fairness, dignity, and the opportunity for redemption. Sending our incarcerated citizens to a foreign mega-prison would betray that promise—and set a dangerous precedent that erodes constitutional rights for all.
Newsweek: https://www.newsweek.com/banishing-us-citizens-el-salvador-puts-american-values-last-opinion-2043052
Desterrar ciudadanos estadounidenses a El Salvador pone en último lugar los valores americanos
La reciente propuesta del presidente de El Salvador, Nayib Bukele, de albergar a delincuentes condenados provenientes de Estados Unidos—incluso ciudadanos estadounidenses—en la notoria mega prisión CECOT, conocida también como Centro de Confinamiento del Terrorismo, plantea profundas preocupaciones constitucionales y de derechos humanos. Aunque presentada como una medida para reducir costos y solucionar el problema del crimen, esta idea choca frontalmente con principios legales fundamentales estadounidenses, entre ellos el debido proceso, la prohibición de la Octava Enmienda contra castigos crueles e inusuales, y el enfoque amplio de la rehabilitación y reinserción en la sociedad.
En el corazón del asunto se encuentra la garantía de la Constitución estadounidense del debido proceso y la igualdad de protección ante la ley. La mera idea de que ciudadanos estadounidenses condenados por delitos puedan ser transferidos a un sistema penitenciario extranjero—que opera bajo estándares jurídicos sustancialmente diferentes— socava los derechos fundamentales a los que tienen derecho. La Corte Suprema de Estados Unidos hace mucho tiempo afirmó que el encarcelamiento no elimina las protecciones constitucionales. Si las cárceles norteamericanas están obligadas a respetar esos derechos, externalizar el encarcelamiento a un país extranjero que no cumple con estos estándares resulta legal y moralmente cuestionable.
Igualmente preocupante es la potencial violación de la Octava Enmienda. Diversos informes reportan hacinamiento extremo, detenciones indefinidas y condiciones brutales en el CECOT, incluidas situaciones en las que muchas personas permanecen encerradas en celdas durante todo el día excepto 30 minutos, generando cuestionamientos sobre castigos crueles e inusuales. El sistema legal estadounidense ha prohibido durante mucho tiempo tratamientos inhumanos de personas privadas de libertad, mientras que el traslado de individuos encarcelados en EE.UU. a un establecimiento donde estas garantías son, en el mejor de los casos, inciertas, podría exponer al gobierno a desafíos judiciales.
Además, esta propuesta contradice los principios de rehabilitación y reintegración que sostienen el sistema correccional estadounidense. Uno de los principales propósitos del encarcelamiento, además de la responsabilidad penal, es preparar a las personas para su retorno a la sociedad. La transferencia de ciudadanos estadounidenses encarcelados a una prisión extranjera rompe su vínculo con familias, representación legal y programas de reinserción que resultan cruciales para una reintegración exitosa. En lugar de fomentar la rehabilitación, dicha práctica incrementaría riesgos de aislamiento adicional y reincidencia. Irónicamente, fue el presidente Donald Trump quien firmó en 2018 la histórica ley First Step Act, destinada a favorecer la reinserción al establecer, con algunas excepciones, que las personas en prisiones federales fueran albergadas a no más de 500 millas de sus hogares.
También existen serias dudas legales sobre si el gobierno estadounidense tiene siquiera autoridad para realizar tal traslado. La gran mayoría de las personas encarceladas en EE.UU. se encuentran en instalaciones estatales bajo jurisdicción de los gobiernos estatales; en consecuencia, cualquier política de traslado de quienes no permanecen en prisiones federales hacia El Salvador requeriría la cooperación de cada estado implicado. Incluso con personas bajo custodia federal, actualmente las leyes aplicadas a los traslados generalmente contemplan reubicaciones voluntarias bajo tratados internacionales—no decisiones unilaterales tomadas por una administración.
El embrollo jurídico generado tampoco termina allí. No existe un mecanismo de aplicación mediante el cual los tribunales estadounidenses pudieran determinar si El Salvador o cualquier otro país respeta obligaciones constitucionales tales como el derecho a defensa legal y a tratamientos médicos que estén al nivel de los procedimientos médicos habituales en EE.UU. Asimismo, el Congreso nunca ha autorizado el envío de ciudadanos norteamericanos a otros países para cumplir penas de prisión, poniendo en duda que el poder ejecutivo tenga autoridad para actuar unilateralmente en una medida tan draconiana.
Más allá de las cuestiones constitucionales y legales existe una profunda interrogante ética: ¿Qué dice acerca de nuestro compromiso con la justicia si estamos dispuestos a externalizar nuestra población penitenciaria a un país cuyo sistema judicial tiene serias fallas, como la realización de juicios masivos que, en al menos un caso, han involucrado a casi 500 acusados? Aunque el sistema penal estadounidense dista de ser perfecto, enfrentar sus deficiencias requiere reformas, no la renuncia a nuestras responsabilidades.
En lugar de exportar nuestra población penitenciaria, deberíamos concentrarnos en soluciones basadas en evidencia que reduzcan la reincidencia, garanticen condiciones humanas y defiendan los valores consagrados en nuestra Constitución. Una manera efectiva de reducir costos es reducir la reincidencia, asegurando así menos reincorporaciones a la cárcel. Esto implica implementar intervenciones eficaces dentro del sistema penitenciario, como terapias cognitivo-conductuales para modificar patrones de pensamiento criminal, así como programas educativos y laborales que aumenten las probabilidades de empleo una vez finalizada su condena. Además, las visitas por parte de familiares se han correlacionado con menores índices de reincidencia, al asegurar que quienes están en prisión perciban que alguien se preocupa por su éxito en libertad. Dichas estrategias son virtualmente imposibles de implementar en otros países, particularmente en uno como El Salvador.
La promesa de la justicia americana se sustenta en la convicción de que, incluso quienes cometen errores, merecen justicia, dignidad y una oportunidad de redención. Enviar a ciudadanos estadounidenses encarcelados a una megacárcel extranjera sería traicionar esa promesa—al tiempo que sentaría un precedente peligroso que erosiona los derechos constitucionales para todos.
Newsweek: https://www.newsweek.com/banishing-us-citizens-el-salvador-puts-american-values-last-opinion-2043052