The Indispensable Peace — La paz indispensable

Jan 17, 2025

Héctor Silva Ávalos shares his perspective on what Salvadoran peace means in his memory and what peace in today’s El Salvador, "our peace," should be. — Héctor Silva Ávalos comparte su visión de qué significa la paz salvadoreña en su memoria y qué debería de ser la paz en El Salvador de hoy, ‘nuestra paz‘

It was light that arrived. It was, at first, a fleeting hint, like the hesitant dawn that seems reluctant amidst so much darkness. In that San Salvador of the early 90s, a city surrounded by war, small glimmers, which I imagine as the oil lanterns barely illuminating cobblestone streets in Gothic novels, had already begun to reveal themselves. They emerged in the form of small, open spaces. A cultural bar here. A small theater stage. A bookstore. And, with them, the possibility that the silence of weapons would be followed by an explosion of full light, a morning we had yet to know, one where fear, like all shadows, would be smothered by the light of a bright Salvadoran midday.  

I have many memories from the weeks, the months leading up to that burst of light. The first, the most lasting, is of the night before. For me, that nightmare is encapsulated in the story that most shaped my life as a journalist: the story of the massacre at the Central American University (UCA) on November 16, 1989.  

Two Salvadoran army lieutenants, sent by the Armed Forces high command, killed eight defenseless people—six Jesuit priests and two women who worked with them. The killers were driven by an order, and those who gave the order were driven by a worldview in which the enemy, even a vaguely perceived adversary, had to be annihilated. There were choruses, shouts, fueling that hatred; they were heard on National Radio, read in paid newspaper ads, or closer still, in the mouths of family members in Salvadoran living rooms. These were macabre choruses, much like the ones we hear now.  

I walked through those classrooms, the halls of the UCA, its chapel, its rose garden, just two years later. I began reading what those Jesuits preached; they preached peace. Their deaths, history taught us, were indispensable for peace to exist in El Salvador. A basic but indispensable peace, one stemming from an axiom that for years became inescapable: you do not eliminate your adversary, you do not kill them; you discuss with them. And, from that, another truth emerged, seemingly impossible to refute: the State does not kill—anyone.  

Our peace, the timid light that barely illuminated the cobblestone streets, became a strong glow. It gave us civility and established a line that was meant to be definitive—the line of a democracy capable of building, piece by piece, a republic where power would never, not ever, belong to just one person. We knew—or at least we had an intuition—that when power belongs to one, the lines blur, and the temptation to annihilate the other becomes State policy, prison, contempt for the basic rules of political coexistence.  

Our light, our peace, was always imperfect, flickering. The winds that battered it were strong, the worst of which raged in the form of other violences—corruption, poverty, and despair, given faces and gang tattoos. The storms became so intense that, in the end, forgetting the darkness that came before, the entire country—or its overwhelming majority (90 percent, 60 percent, depending on whom you believe)—once again thought it a good idea to entrust its peace to a single figure, so similar to those who had always disdained it. The one who arrived rejected peace and returned us to a darkness where people are killed in the name of an idea, a name, a color.  

Our peace was indispensable at the end of the last century. We need it again.  

El Escarabajo: https://elescarabajo.com.sv/opinion/la-paz-indispensable/

La paz indispensable

Fue luz la que llegó. Fue, primero, un atisbo huidizo, como el del amanecer cuando es tímido y parece no atreverse entre tanta oscuridad. En aquel San Salvador de los primeros 90, una ciudad cercada por la guerra, los pequeños destellos, que imagino como los faroles de aceite que apenas iluminan las calles empedradas en las novelas góticas, llevaban ya algún rato revelándose. Lo hacían en forma de pequeños espacios que se abrían. Un bar cultural por aquí. Un pequeño tablado teatral. Una librería. Y, con ellos, la posibilidad de que a un silencio, el de las armas, siguiera una explosión plena de luz, una mañana que no conocíamos aún, una en el que el miedo quedase, como todas las sombras, sofocado por la luz de un buen mediodía salvadoreño.

Tengo muchos recuerdos de las semanas, de los meses que precedieron al estallido de luz. El primero, el más duradero, es el de la noche previa. Para mí esa pesadilla se resume en la historia que más marcó mi vida de periodista, que es la historia de la masacre en la Universidad Centroamericana el 16 de noviembre de 1989.

Dos tenientes del ejército salvadoreño, enviados por el alto mando de la Fuerza Armada, mataron a ocho personas indefensas, seis sacerdotes jesuitas y dos mujeres que trabajaban con ellas. A los asesinos los alimentó una orden y a quienes dieron la orden les alimentó una visión del mundo según la cual al enemigo, incluso al adversario difuso percibido como tal, había que aniquilarlo. Había coros, gritos, alimentando esos odios; se les oía en la Radio Nacional, se les leía en campos pagados de los periódicos o, más cerca, en las bocas de familiares en las salas de las casas salvadoreñas. Eran coros macabros, como los de ahora.

Llegué a aquellas aulas, las de la UCA, a sus pasillos, a su capilla, a su jardín de rosas, solo dos años después. Y empecé a leer lo que predicaron aquellos jesuitas; predicaban la paz. Fueron sus muertes, la historia nos enseñó eso, indispensables para que existiera paz en El Salvador. Una paz básica pero indispensable, una que partía de un axioma que durante años fue ineludible: al adversario no se le elimina, no se le mata, con el adversario se discute. Y, tras de eso, otra verdad que parecía imposible de botar: no se asesina desde el Estado, a nadie.

Nuestra paz, la luz tímida que apenas iluminaba las calles empedradas, se convirtió en destello fuerte. Nos dio civilidad y estableció una línea que estaba llamada a ser límite definitivo, la línea de una democracia que nos hiciese capaces de construir, de a poco, una república en la que el poder nunca, nunca sería de uno, porque, sabíamos o al menos intuíamos, cuando el poder es de uno las líneas se desdibujan y la tentación de aniquilar al otro termina convertida en política de Estado, en cárcel, en desdén por las reglas básicas de convivencia política.

Nuestra luz, nuestra paz, fue siempre imperfecta, titilante. Los vientos que la agobiaron fueron fuertes, y los peores arreciaban en forma de otras violencias, la de la corrupción, la de la miseria y la desesperanza a las que se les pusieron cara y tatuajes de pandilleros. Llegaron a ser tan fuertes las tempestades que, al final, olvidándose de aquella oscuridad previa, el país entero, o su gran mayoría (90 por ciento, 60 por ciento dependiendo a quién se le crea), volvió a pensar que entregarle su paz a uno solo, tan parecido a los que siempre la deseñaron, era una buena idea. El que llegó renegó de la paz y nos devolvió a la oscuridad en la que se mata en nombre de una idea, de un nombre, de un color. Nuestra paz fue indispensable al final del siglo pasado. La necesitamos de nuevo.

El Escarabajo: https://elescarabajo.com.sv/opinion/la-paz-indispensable/