When Nayib Bukele took office as unconstitutional president of El Salvador the Saturday before last, his style and rhetoric were different from those of the past. Gone were the backwards cap, casual jacket, colorful handkerchief, and tattooed smile on his face; so too were the references to overambitious mega-projects or the triumphalism of a security policy based on human rights abuses.
On this occasion, a serious iconography and a clear call for sacrifice prevailed; as well, total loyalty towards his designs, crowned by a request for a collective oath.
His full dark-toned attire, with a jacket edged with gold filigree on the cuffs, collar, and upper left pocket, projected an imperial image. The soldiers who honored him, dressed in the same tone uniforms and topped with heavy black capes, evoked a Prussian style.
His speech, delivered from the balcony of the National Palace (another retro image), included an optimistic phrase based on an indefinite past: “El Salvador will once again be the leader in vigor and innovation in Central America, as it once was.” Otherwise, after comparing the country to a sick child, he called for “taking a bit of bitter medicine,” “suffering a bit,” and “feeling a bit of pain.” And he offered a not-so-stimulating omen: “There will be tough moments, there will be difficult moments, but we will make those decisions bravely.”
After these words, he asked the crowd gathered at the front to raise their hands and swear to “defend what was conquered on February 3” (the date of his first election), and to change the country “against all obstacles, against all enemies, against all barriers, against all walls.” And he added, “No one will stand between God and His people.”
From his perspective, this dark authoritarian messianism was justified for a very simple reason: his primary source of popularity – the virtual end of gang violence – may soon be threatened by an increasingly challenging economic situation that does not admit of magical “solutions.”
The security policy undertaken months after coming to power and after a failed agreement with gang leaders had an almost immediate impact. The formula was as effective as it was primitive: repression and mass imprisonments without due process. Moreover, most people, with full justification, hated the gang members, criminals who disrupted their normal lives, and were willing to tolerate excesses in order to control them; or even eliminate them.
Stagnation and economic hardships, on the other hand, are not external entities like gangs; they are present – albeit in a very different form – in all sectors of society, particularly the most disadvantaged. And while a policy of handouts can be a mitigating factor, it does not solve the underlying problems and is unsustainable. Such has been the case in El Salvador.
Public debt has risen from $19.8 billion in 2019, when he began his first term, to $30.016 billion now, equivalent to 84% of GDP, almost 24 points higher than our percentage. Moreover, refinancing possibilities are few, which may force severe budget cuts. The Economic Commission for Latin America and the Caribbean (ECLAC) estimates that 30% of the population lives in poverty and 10% in extreme poverty. According to the World Bank, 70% of the workforce is in the informal sector, and over the past three years the minimum wage has risen much less than the basic basket.
In these conditions, socioeconomic discontent has begun to surface. As it grows, so too will intolerance toward the lack of legitimacy of his second presidential term. His re-election, on February 5, was supported by almost 85% of voters, with a turnout of 52.6%. But it is no secret that his candidacy went against the Constitution, which clearly prohibits immediate re-election. Yet this impediment was circumvented with the complicity of the constitutional justices.
Today Bukele is a dictator faced with serious economic problems. It is no coincidence that the role of the army has become increasingly prominent. Or that the authoritarian trappings of his inauguration were on display. Or that he called for an oath of unconditional loyalty. However, these will be of little use if living conditions do not improve or, at least, their deterioration is halted. It is not something that can happen quickly, even if the economic decisions are sound, which is hard to assume. The future, therefore, is extremely challenging.
Editorial: El Salvador ante la oscuridad
Cuando el sábado antepasado Nayib Bukele tomó posesión como presidente inconstitucional de El Salvador, su estilo y retórica fueron distintos de los del pasado. Nada de gorra con visera hacia atrás, saco informal, pañuelo colorido y sonrisa tatuada en el rostro; tampoco las referencias a megaproyectos ilusos o el triunfalismo por el éxito de una política de seguridad basada en el irrespeto a los derechos humanos.
En esta oportunidad, prevaleció una seria iconografía y un claro llamado al sacrificio; también, a la lealtad total hacia sus designios, coronada por el pedido de un juramento colectivo.
Su atuendo de tono oscuro completo, con una casaca orlada por filigranas de oro en los puños, el cuello y el bolsillo superior izquierdo, proyectaba una imagen imperial. Los soldados que le hicieron honores, con uniformes del mismo tono, coronados por pesadas capas negras, remitían a un estilo prusiano.
Su discurso, pronunciado desde el balcón del Palacio Nacional (otra imagen retro), incluyó una frase optimista a partir de un pasado indeterminado: “El Salvador va a volver a ser el líder en la pujanza y en la innovación en Centroamérica, como lo fue en algún tiempo”. Por lo demás, tras comparar al país con un niño enfermo, llamó a “tomar un poco de medicina amarga” a “sufrir un poco” y “tener un poco de dolor”. Y planteó un augurio para nada estimulante: “Habrá momentos duros, habrá momentos difíciles, pero tomaremos esas decisiones con valentía”.
Después de estas palabras, pidió a la multitud congregada al frente levantar la mano y jurar “defender lo conquistado el 3 de febrero” (fecha de su primera elección), y cambiar el país “contra todo obstáculo, contra todo enemigo, contra toda barrera, contra todo muro”. Y agregó: “Nadie se interpondrá entre Dios y su pueblo”.
Desde su perspectiva, este sombrío mesianismo autoritario estuvo justificado por una razón muy sencilla: su principal fuente de popularidad —el virtual fin de la violencia pandillera— podrá verse muy pronto amenazada ante una situación económica cada vez más desafiante y que no admite “soluciones” mágicas.
La política de seguridad emprendida meses después de llegar al gobierno y tras fracasar un pacto con los dirigentes pandilleros tuvo impacto casi inmediato. La fórmula fue tan eficaz como primitiva: la represión y los encarcelamientos masivos sin debido proceso. Además, la mayoría de la gente, con plena justificación, odiaba a los mareros, criminales que alteraban su vida normal, y estaban dispuestas a tolerar excesos en aras de controlarlos; incluso, eliminarlos.
El estancamiento y las penurias económicas, en cambio, no son entidades externas como las maras; están presentes —aunque de forma muy distinta— en todos los sectores de la sociedad, en particular los más desfavorecidos. Y si bien una política de repartos puede ser un factor atemperador, no resuelve los problemas de fondo y resulta insostenible. Es lo que ha sucedido en El Salvador.
La deuda pública ha subido de $19.800 millones en el 2019, cuando comenzó su primer mandato, a $30.016 millones en la actualidad, equivalente al 84 % del producto interno bruto, casi 24 puntos más que el porcentaje de la nuestra. Además, las posibilidades de refinanciarla son pocas, lo cual posiblemente obligue a fuertes recortes presupuestarios. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) calcula que el 30 % de la población vive en pobreza y un 10 % en pobreza extrema. Según el Banco Mundial, el 70 % de la fuerza laboral está en la informalidad, y durante los últimos tres años el salario mínimo ha subido mucho menos que la canasta básica.
En estas condiciones, ha comenzado a aflorar el descontento socioeconómico. Conforme crezca, menor será la tolerancia a la falta de legitimidad de su segundo mandato presidencial. Su reelección, el 5 de febrero, estuvo respaldada por casi el 85 % de los votantes, con una participación del 52,6 %. Pero para nadie es un secreto que su candidatura fue a contrapelo de la Constitución, que claramente prohíbe la reelección inmediata. Sin embargo, este impedimento fue burlado con la complicidad de los magistrados constitucionales.
Hoy Bukele es un dictador enfrentado a serios problemas económicos. Por algo el papel del ejército es cada vez más preponderante. Por algo la parafernalia autoritaria de su toma de posesión. Por algo también el pedido de un “juramento” de lealtad incondicional. Sin embargo, de poco servirán si no mejoran las condiciones de vida o, por lo menos, se frena su deterioro. No es algo que pueda ocurrir con rapidez, aunque las decisiones económicas sean acertadas, algo difícil de suponer. El futuro, por ello, es en extremo desafiante.