The Bukele model, claimed by some naive people as the ideal solution for violence in their countries, is unviable. The new military siege of thousands of soldiers and police officers in Chalatenango demonstrates this once again. The pretext was two homicides; in reality, it’s a punishment for a population alienated from the ruling party. The motive is not security, but to humiliate and terrify. The alleged murderers were captured before the siege was laid, and the area under siege has been gang-free for some time, thanks to community organization. The Bukele model does not target crime, but rather aims to discipline a rebellious population. It does not seek to restore an unaltered peace, but to instill fear.
The farce is already being experienced by those who yesterday walked the streets and squares of the country with a sense of security that was once unthinkable. Trusting that they owed nothing and, therefore, had nothing to fear, they suddenly found that Bukele’s security forces, in which they had placed their trust and gratitude, now extort them. They demand money in exchange for not making them victims of the violence of the state of exception. Extorted before by gang members, they are now extorted by soldiers and police officers. This is not a mere coincidence or collateral damage, as the ruling party likes to say to evade its responsibilities; abuse and terrorism are fundamental elements of the Bukele model. It is not easy to clean up soldiers and police officers who have been given free rein to assault and violate gang members and suspected gang members.
With the war against gangs over, Bukele’s repressive forces now terrorize the population to supplement their salaries and harass women. They feel authorized to plunder and besiege a defenseless citizenry. Once impunity is guaranteed, it will not be easy to curb their instincts without causing discontent in their ranks. In fact, they imitate their leaders and see no reason to give up this behavior in a regime characterized by arbitrariness. Corruption and terror have overflown from the dictatorship’s hierarchy and have spread throughout its base.
However, Bukele’s heavy hand has preferences. Gang members have been confined to a prison built expressly for them, where they enjoy facilities denied to other prisoners of the state of exception, subjected to malnutrition, disease, torture, and, eventually, death. The big gang leaders are not bothered, some were even taken out of the country by the Presidential House.
Nor does the Bukele model pursue all criminals. It ignores drug trafficking and other forms of organized crime. It doesn’t disturb their business. It acts against drug traffickers when the United States points out a target. In this case, it swallows its nationalist pride and acts according to instructions. Meanwhile, criminal organizations grow stronger, expand their range of action, and consolidate a powerful economic empire. Bukele’s heavy hand ignores the connections between criminals, politicians, and officials. It also does not address femicides, forced disappearances, and corruption. The concept of security in the model is very simple.
Military sieges like the one in Chalatenango and massive deployments of soldiers and police officers armed with war weapons and heavy equipment are not the most efficient means to fight organized crime, let alone common crime. In addition to being useless, these demonstrations are a heavy burden on an exhausted public treasury. The most efficient tool is intelligence and informed police action, like the ones used in operations against drug trafficking, carried out under the supervision of American troops. The mobilization of thousands of soldiers and police officers is nothing more than the exhibition of an expensive and useless power.
However, the superficiality and triviality of Bukele’s prescription appear to offer a quick and inexpensive solution. It creates the impression of doing a lot when, in fact, it does little. Bukele has taken the easy path. The dismantling of gangs has earned him internal popularity and admiration in extremist circles abroad. Beyond appearances, the roots of organized crime, extreme violence, impoverishment, vulnerability, and lack of opportunity remain intact. These problems have no immediate solution and require complicated political and social agreements in the medium and long term, and leadership that Bukele does not possess.
Other considerations aside, such as democracy or human rights, the Bukele model is, in itself, a well-marketed farce. The security it offers is more apparent and short-term than real and solid.
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El modelo de Bukele
El modelo de Bukele, reclamado por algunos ilusos como solución ideal para la violencia de sus países, es inviable. El nuevo cerco militar de miles de soldados y policías, en Chalatenango, así lo pone de manifiesto una vez más. El pretexto fueron dos homicidios; en realidad, es un escarmiento a una población desafecta al oficialismo. El motivo no es la seguridad, sino humillar y atemorizar. Los presuntos homicidas fueron capturados antes de tender el cerco y la zona bajo asedio está libre de pandillas desde hace bastante tiempo, gracias a la organización de las comunidades. El modelo de Bukele no persigue el crimen, sino disciplinar a una población insumisa. No pretende devolver una tranquilidad no alterada, sino inculcar miedo.
La farsa ya la experimentan quienes ayer circularon por las calles y las plazas del país con la sensación de una seguridad hasta hace poco insospechada. Confiados en que no debían nada y, por tanto, nada tenían que temer, se han encontrado de repente con que las fuerzas de seguridad de Bukele, en las que habían depositado su confianza y agradecimiento, ahora los extorsionan. Les exigen dinero para no hacerlos víctimas de la violencia del régimen de excepción. Extorsionados antes por los pandilleros, ahora lo son por los soldados y los policías. No es simple casualidad ni daño colateral, como gusta decir al oficialismo para evadir sus responsabilidades; el abuso y el terrorismo son elementos fundamentales del modelo de Bukele. No es fácil depurar a unos soldados y policías a los que les dio vía libre para atropellar y violentar a pandilleros y a sospechosos de serlo.
Concluida la guerra contra las pandillas, las fuerzas represivas de Bukele aterrorizan a la población para complementar sus salarios y acosar a las mujeres. Y se sienten autorizadas para desvalijar y asediar a una ciudadanía indefensa. Una vez garantizada la impunidad, no será fácil sofrenar sus instintos sin provocar descontento en sus filas. De hecho, imitan a sus jefes y no ven razón para renunciar a ello en un régimen caracterizado por la arbitrariedad. La corrupción y el terror han desbordado la cúpula de la dictadura y se han desparramado entre sus bases.
Pero la mano dura de Bukele tiene preferencias. A los pandilleros los ha recluido en una cárcel construida expresamente para ellos, donde gozan de unas facilidades que niega a los otros prisioneros del régimen de excepción, sometidos a la desnutrición, las enfermedades, la tortura y, eventualmente, la muerte. A los grandes jefes de las pandillas no los molesta, algunos incluso fueron sacados del país por Casa Presidencial.
Tampoco persigue a todos los criminales. Ignora el narcotráfico y otras formas de crimen organizado. No perturba sus negocios. Actúa contra los narcotraficantes cuando Estados Unidos le señala un objetivo. En este caso, se traga el orgullo nacionalista y actúa según las instrucciones. Mientras tanto, la organización criminal se fortalece, amplía su radio de acción y consolida un poderoso imperio económico. La mano dura de Bukele desconoce la articulación de criminales, políticos y funcionarios. Tampoco se hace cargo de los feminicidios, las desapariciones forzadas y la corrupción. El concepto de seguridad del modelo es muy simple.
Cercos militares como el de Chalatenango y despliegues masivos de soldados y policías con armas de guerra y equipo pesado no son el medio más eficaz para combatir el crimen organizado. Mucho menos el común. Aparte de inútiles, esas demostraciones implican una pesada carga para una hacienda pública exhausta. El instrumento más eficaz es la inteligencia y la acción policial informada, como la utilizada en las operaciones contra el narcotráfico, ejecutadas bajo la supervisión de tropas estadounidenses. La movilización de miles de soldados y policías no es más que la exhibición de un poderío inservible y caro.
No obstante, la superficialidad y la trivialidad de la receta de Bukele aparenta ofrecer una salida rápida y barata. Crea la impresión de hacer mucho, cuando, en realidad, hace poco. Bukele ha tomado el camino más fácil. La desarticulación de las pandillas le ha granjeado popularidad interna y admiración en círculos extremistas del exterior. Más allá de las apariencias, las raíces de la criminalidad organizada y de la violencia extrema, el empobrecimiento, la vulnerabilidad y la falta de oportunidades permanecen intactas. Estos males no tienen solución inmediata y requieren de complicados acuerdos políticos y sociales de mediano y largo plazo, y de un liderazgo que Bukele no posee.
Otras consideraciones aparte, como la democracia o los derechos humanos, el modelo de Bukele es, en sí mismo, una farsa bien comercializada. La seguridad que ofrece es más aparente y de corto plazo que real y sólida.
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