No one doubted that El Salvador’s president, Nayib Bukele, and his political group would sweep the recent elections. No one also expected the triumph at the polls to occur as it did. The presidential and legislative elections on February 4th were a farcical spectacle that reaffirmed the dominant message in this country: the president holds all the power; everything else is decorative.
The elections were a sham. Grotesque, a humorless mockery.
I could devote this entire column to all the irregularities that piled up before, during, and after the elections, but I will make an effort to summarize them.
The most crucial is quickly stated: the process was unconstitutional because one of the candidates, none other than President Bukele, was running for re-election in violation of six articles of the Constitution.
The most novel one isn’t stated quite as quickly: The Supreme Electoral Tribunal, the referee of these elections, behaved more like a player on Bukele’s team. It didn’t respond to the numerous irregularities during the day, such as the last-minute replacement of elections officials for no apparent reason.
It didn’t say a word when President Bukele proclaimed victory just two hours after the polls closed, with no official results. It didn’t peep a word at the damning journalistic reports that many voting centers for Salvadorans in the United States were controlled by the president’s supporters.
It didn’t react to the release of audio recordings from a private meeting in which the president of the Tribunal acknowledged that there could have been a boycott to undermine the transmission of results.
It didn’t respond to video evidence of perfectly ironed, officialist ballots with no sign of the multiple folds necessary to insert them into the ballot box, nor to the images of the president’s supporters participating in vote counting without accreditation to do so, nor to why some ballots with the voter-written word “unconstitutional” were deemed valid for the ruling party.
Upon closer thought, the Tribunal’s stance can be summarized briefly: it didn’t fulfill its role as referee. Even briefer: it didn’t deliver.
Amid that sham spectacle, Bukele didn’t gain anything new; he already had it all. He won the presidency with 82 percent of votes, but he has been president since 2019; he won the qualified majority, 54 of the 60 seats in the Legislative Assembly, but he has fully controlled that state body since 2021.
The critical issue of these elections is not about who won. We all knew who would win. The authoritarian state of emergency imposed by Bukele since March 2022 has been extremely popular among the population suffering from gangs. Bukele, like many authoritarians who preceded him on the continent, has gained immediate popularity with his short-term measures to address desperate realities.
The essential point of these elections is what we lost. Or, more accurately, what more we lost, because El Salvador’s fragile democracy has been crumbling into large pieces for years. Here’s what I think we lost:
Any trace of credibility in the Supreme Electoral Tribunal.
Any prospect of having fair elections in the medium term.
Any illusion of having a country with some checks on power in the next five years. (All opposition political parties called for the annulment of the elections. It didn’t matter).
Any optimism that international pressure will be an obstacle to power (the report from the Organization of American States’ Observation Mission highlighted severe irregularities in the electoral process. It didn’t matter).
Any hope of not being governed by a single man in the next five years.
Again, putting aside the grotesque electoral spectacle, the result was predictable: President Bukele has all the power; everything else is decorative.
DW: https://www.dw.com/es/las-elecciones-bufas-de-el-salvador/a-68341040
Las elecciones bufas de El Salvador
Nadie dudaba de que el presidente de El Salvador, Nayib Bukele y su grupo político arrasarían en las elecciones recién pasadas. Nadie tampoco esperaba que el triunfo en las urnas ocurriera como ocurrió. Las elecciones presidenciales y legislativas del pasado 4 de febrero fueron un show nefasto que reafirmó el mensaje predominante en este país: el presidente tiene todo el poder, lo demás es decorativo.
Las elecciones fueron un show bufo. Grotescas, una burla nada graciosa.
Podría dedicar esta columna entera a todas las irregularidades acumuladas antes, durante y después de las elecciones, pero haré un esfuerzo por resumirlas.
La más importante se pronuncia rápido: el proceso era inconstitucional porque uno de los candidatos, nada más y nada menos que el presidente Bukele, competía por su reelección violando seis artículos de la Constitución.
La más novedosa no se pronuncia tan rápido: El Tribunal Supremo Electoral, el árbitro de estas elecciones, se comportó más bien como un jugador del equipo de Bukele. No respondió ante las múltiples irregularidades durante la jornada, como que había miembros de las mesas electorales que fueron sustituidos a última hora y sin razón alguna.
No dijo ni una palabra ante la proclamación de victoria que el presidente Bukele publicó solo dos horas después de cerradas las urnas, cuando no había ningún resultado oficial. No dijo ni pío ante las contundentes denuncias periodísticas de que muchos centros de votación para salvadoreños en Estados Unidos estaban controlados por seguidores del presidente.
No respondió ante la publicación de los audios de una reunión privada donde la presidenta del Tribunal reconocía que pudo haber existido un boicot para que fallara la transmisión de resultados.
No respondió ante la evidencia en video de papeletas con votos oficialistas que estaban perfectamente planchadas, sin marca alguna de los múltiples dobleces necesarios para insertarlas en la urna; ni sobre las imágenes de correligionarios del presidente participando en el conteo de votos sin estar acreditados para hacerlo; ni sobre por qué se dieron por válidas para el oficialismo algunas papeletas donde el votante escribió palabras como “inconstitucional”.
Pensándolo bien, lo del Tribunal sí que puede pronunciarse de forma breve: no cumplió con su papel de árbitro. Incluso más breve: no cumplió.
En medio de ese espectáculo bufo, Bukele no ganó nada nuevo: ya lo tenía todo. Ganó la presidencia con el 82 por ciento de los votos, pero ya era presidente desde 2019; ganó la mayoría calificada, 54 de 60 diputados en la Asamblea Legislativa, pero ya controlaba plenamente ese órgano de Estado desde 2021.
Lo importante de estas elecciones no es quién ganó. Todos sabíamos quién ganaría. La medida autoritaria del régimen de excepción impuesta por Bukele desde marzo de 2022 ha sido muy popular entre la población que padecía las pandillas. Bukele, como muchos autoritarios que lo precedieron en el continente, ha logrado popularidad inmediata con sus medidas de corto plazo para solventar realidades desesperadas.
Lo importante de estas elecciones es lo que perdimos. O, más bien, qué más perdimos, porque la raquítica democracia salvadoreña viene desmoronándose a pedazos grandes desde hace años. Esto creo que perdimos:
Cualquier ápice de credibilidad en el Tribunal Supremo Electoral.
Cualquier perspectiva de tener en un mediano plazo unas elecciones justas.
Cualquier ilusión de tener en los próximos cinco años un país con algún contrapeso al poder. (Todos los partidos políticos de oposición pidieron la nulidad de las elecciones. No importó).
Cualquier optimismo de que la presión internacional sea un obstáculo al poder (el informe de la Misión de Observación de la Organización de Estados Americanos señaló graves irregularidades en el proceso electoral. No importó).
Cualquier esperanza de no ser gobernados por un solo hombre en los próximos cinco años.
De nuevo, haciendo a un lado el grotesco espectáculo electoral, el resultado era previsible: el presidente Bukele tiene todo el poder, lo demás es decorativo.
DW: https://www.dw.com/es/las-elecciones-bufas-de-el-salvador/a-68341040