“It is clear who is in control here.” The president of El Salvador, Nayib Bukele, launched this phrase sitting in the Legislative Assembly in February 2020 after having stormed into the chamber with dozens of army and national police forces in response to the refusal of the members of Congress to approve a loan to finance the third stage of his Territorial Control Plan. Three years later, the president boasts of having employed “the most successful State policy in security matters,” which seems to have turned the most insecure country in the world into a land with almost no homicide records, but at the cost of outrages to democracy that worry human rights defenders.
“Since he took office, the president himself dedicated himself to undermining the rule of law. He went against judicial independence, against the separation of powers,” Tamara Taraciuk, Americas director of Human Rights Watch (HRW), told LA NACION. “Today in El Salvador, there is almost no independent government entity that can act as a brake or counterweight to the abuses of the Executive Power.”
Images of the transfer of 2,000 gang members to the Terrorism Confinement Center (Cecot) – the mega-prison with the capacity to hold up to 40,000 inmates that could be considered the largest in the region, according to Salvadoran authorities – drew praise from officials and leaders of several Latin American governments. Guatemalan presidential candidate Zury Rios called Bukele’s strategy a “reference model.”
There was even an echo in Argentina. One of those who spoke out on the matter was the Minister of Security of the province of Buenos Aires, Sergio Berni, who said on Friday in an interview that Bukele’s prison model is “music to my ears.”
But the war against gangs has been going on for almost a year now under a regime of exception that suspends freedom of association and assembly, privacy in communications, the right of a person to be duly informed about their detention, as well as the requirement to present detainees before a judge within 72 hours of arrest. The ruling Nuevas Ideas majority, which has dominated the Legislative Assembly since 2021, extends the measure monthly to the point that human rights defenders insist that the “exception has become the norm.”
In December last year, the UN Committee against Torture expressed its “deep concern about the serious human rights consequences of the measures adopted by the authorities in the framework of the emergency regime” in El Salvador.
“The citizenry cannot be under the suspension of due process; that is what the Universal Declaration of Human Rights says. At what point does a government that does not comply with or legitimize what the international community says have to reach? It is serious”, said LA NACION Ana María Méndez Dardón, director of Central America for the Washington Office on Latin America (WOLA). “The same regime of exception also falls on opponents. Journalists allege espionage,” she added.
“The iron fist, due to its characteristics, does not have long-term effects. In an electoral context, it has a symbolic component that is pursued to give the feeling of taking forceful actions”, explained to LA NACION Sonja Wolf, researcher and author of “Mano Dura: la política del control de las bandas en El Salvador.”
“We see in this administration a greater emphasis on government publicity to make people believe that the operations are effective. But to solve the gang problem, any society should carry out an integral policy: there is always the point of the iron fist as a repressive policy, but there has to be social reintegration. Gang violence can only be controlled by focusing on these groups’ social framework and background,” he added.
La estrategia de seguridad de Nayib Bukele: de la mano dura contra el delito a la alerta por los ataques a la democracia en El Salvador
“Está claro quién tiene el control aquí”. El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, lanzó esta frase sentado en el sillón de la Asamblea Legislativa en febrero de 2020, luego de haber irrumpido en el recinto con decenas de efectivos del Ejército y la Policía Nacional ante la negativa de los congresistas de aprobar un préstamo para financiar la tercera etapa de su Plan Control Territorial. Tres años después, el mandatario se jacta de haber empleado “la política de Estado más exitosa en materia de seguridad”, que parece haber convertido al país más inseguro del mundo en un terreno casi sin registros de homicidios, pero a costa de atropellos a la democracia que preocupan a los defensores de derechos humanos.
“Desde que asumió, el propio presidente se dedicó a socavar el Estado de derecho. Fue contra la independencia judicial, contra la separación de poderes”, señaló a LA NACION Tamara Taraciuk, directora para las Américas de Human Rights Watch (HRW). “Hoy en El Salvador no existe casi ninguna entidad gubernamental que sea independiente y que pueda actuar como freno o contrapeso a los abusos del Poder Ejecutivo”.
Las imágenes del traslado de 2000 pandilleros al Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot) -la megacárcel con la capacidad de albergar hasta 40.000 presidiarios que podría ser considerada la más grande de la región, según las autoridades salvadoreñas- despertaron elogios en funcionarios y líderes de varios gobiernos latinoamericanos. La candidata presidencial de Guatemala Zury Ríos catalogó la estrategia de Bukele como un “modelo de referencia”.
Incluso hubo eco en la Argentina. Uno de los que se pronunció al respecto fue el ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, Sergio Berni, que dijo el viernes en una entrevista que el modelo de cárceles de Bukele es “música para mis oídos”.
Pero la guerra contra las pandillas rige desde casi ya un año bajo un régimen de excepción que suspende la libertad de asociación y reunión, la privacidad en las comunicaciones, el derecho de una persona a ser debidamente informada sobre su detención, así como el requisito de presentar a los detenidos ante un juez dentro de las 72 horas posteriores a la detención. La mayoría oficialista de Nuevas Ideas, que domina la Asamblea Legislativa desde 2021, prorroga la medida cada mes, al punto que defensores de derechos humanos insisten en que la “excepción se tornó la norma”.
El Comité contra la Tortura de la ONU expresó en diciembre del año pasado su “profunda preocupación por las graves consecuencias en materia de derechos humanos que presentan las medidas adoptadas por las autoridades en el marco del régimen de excepción” en El Salvador.
“La ciudadanía no puede estar bajo la suspensión del debido proceso, eso dice la Declaración Universal de los Derechos Humanos. A qué punto tiene que llegar un gobierno que no cumple ni legitima lo que dice la comunidad internacional. Es grave”, señaló a LA NACION Ana María Méndez Dardón, directora de América Central para la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA). “El mismo régimen de excepción también cae en opositores. Los periodistas alegan espionaje”, agregó.
“La mano dura, por sus características, no tiene efectos a largo plazo. En un contexto electoral tiene un componente simbólico que se persigue para dar la sensación de tomar acciones contundentes”, explicó a LA NACION Sonja Wolf, investigadora y autora de “Mano Dura: la política del control de las bandas en El Salvador”.
“Vemos en esta administración un mayor énfasis en la publicidad del gobierno para hacer creer que los operativos son efectivos. Pero para resolver la problemática de las pandillas cualquier sociedad debería llevar adelante una política integral: siempre está el punto de la mano dura como política represiva, pero tiene que estar la reintegración social. La violencia de las pandillas solo se controla enfocándose en el cuadro social y el trasfondo de estos grupos”, añadió.